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La perversión femenina – Juan José Ipar

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¿Hay mujeres perversas? Pregunta ciertamente ardua, puesto que supone que para poder contestarla haría falta saber antes con alguna exactitud qué es la perversión y qué es una mujer. Ambas preguntas han acumulado una tal cantidad de respuestas a lo largo de la literatura psicoanalítica -para ceñirnos de alguna manera- que el estado de la cuestión ha devenido harto confuso y su elucidación tan engorrosa que desistimos de buscar alguna clave ordenadora y nos limitaremos resignadamente a aportar algo más a la confusión reinante. De cualquier modo, veamos el asunto desde un respecto, en principio, lógico. En nuestra pregunta, la perversión es considerada como una clase de individuos entre los cuales se trata de saber si es o no correcto incluir en ella a siquiera algunas mujeres. En su conferencia sobre el fetichismo (1908), Freud señala que por lo menos la mitad del género humano -se refiere obviamente a las mujeres- es fetichista de la ropa. Esta afirmación es dudosa. Es cierto, sí, que las mujeres en general muestran una preocupación por los vestidos que suele ser, en muchos casos, quasi patológica por lo intensa. Pero esta pasión no es de ningún modo exclusiva de las mujeres: basta observar el famoso cuadro de Rigaud en el que aparece Luis XIV en traje de corte para vernos forzados a admitir que esta disparidad entre hombres y mujeres en cuanto al interés por la indumentaria se remonta al siglo XIX y que solamente en la cultura burguesa posterior a la Revolución Francesa el hombre parece haber abandonado a las mujeres las artes de la seducción y la elegancia. Es a partir de esa época que pasamos a identificar coquetería y frivolidad con feminidad. Por otra parte, las mujeres no tienen una relación perversa con la vestimenta tal como la muestran los verdaderos fetichistas masculinos en los que el contacto hipererotizado con prendas femeninas es precondición (Vorbedingung) del goce sexual. Esta afirmación freudiana debe ser entendida, pues, como uno de los muchos y amables dardos que los hombres solemos dispensar a la vanidad femenina. Esta urgencia en ser admirada, vista, considerada, asediada, en fin, deseada, forma verdaderamente el núcleo íntimo de toda mujer y en ocasiones es capaz de sustituir por completo el goce sexual concreto. La vanidad fálico-narcisista referida al cuerpo se traslada a los vestidos y cosméticos, que exaltan y corrigen el cuerpo natural y lo aproximan al ideal de belleza en vigencia.

En la perspectiva freudiana, el fetichismo y las perversiones en general tienen que ver con lo fálico y la fórmula acuñada por Freud es que el perverso reniega (verleugnen) de la castración, especialmente de la femenina y que es por ello que aún los varones “normales” necesitan percibir algún fetiche -algo que cuelgue y brille- en el supuestamente castrado cuerpo femenino, que atenúe el horror y, más aún, lo transforme en fascinación. Por ello, concluimos que el “fetichismo” femenino busca, no un goce sexual directo, sino la rendida admiración masculina.

¿Qué es la castración a la que alude Freud en su fórmula? En principio, es la percepción (Wahrnehmung) de la falta de pene en la mujer. El niño varón puede fácilmente desmentir tal percepción y tranquilizarse figurándose que hay un pene escondido después de todo o ilusionarse con que “ya le va a crecer”, etc. Pero una niña no puede desmentir su propia falta de pene tan rotundamente, toda vez que tiene ante sí la continua percepción de tal ausencia. La desmentida va acompañada regularmente por una retracción o evitación que protege al sujeto de la reaparición de la impresión penosa. Algo de esto también ocurre en todas las mujeres y se traduce en un reforzamiento de la prohibición de tocarse e investigar sus genitales. El “derecho” a la masturbación es una bandera ya tradicional del feminismo. Por tanto, si una mujer renegara de algo tan evidente y próximo, se internaría en el campo de la psicosis y no en el de la perversión. Freud también señalaba que era la castración así entendida la que motivaba esta preocupación femenina por la perfección corporal, aunque hay que admitir que tal cosa no deja de ocurrir también entre los varones. La relación falo-cuerpo en la mujer sería el reverso de una sinécdoque y en lugar de una pars pro toto (la parte vale por el todo), sería un totum pro parte [absente] (el todo, su perfección, vale por la parte supuestamente ausente)[1].

Condenada, entonces, al equívoco de considerarse a sí misma un ser castrado, lo propio de la mujer es albergar en su interior un rencor inextinguible dirigido inicialmente hacia la madre, precisamente por haberla concebido hembra. La Medea de Anouilh es la viva personificación de esta pasión arrasadora que se dirige primero hacia Jasón y luego hacia sus propios hijos. Una mujer que repudia su feminidad porque la ve como debilidad: eso es lo que Medea no puede perdonarse ni asumir, transformando, como decía Coco Chanel, su debilidad en fuerza. Quizá el “rencor inextinguible” sea un camino por el cual se llega a la perversión, entendida como perversión moral, esto es, sentirse bien haciendo el mal a sabiendas. Todas ellas, brujas. Esta malignidad se complementa en los perversos con el placer en escandalizar al prójimo, especialmente a las figuras paternas que encarnan la ley y los imperativos del deber. La paciente homosexual de Freud experimenta un rencor inextinguible hacia su padre y lo demuestra exhibiéndose en público con la dama-de-dudosa-reputación. Con ello la joven da a entender que ha renunciado a buscar el reconocimiento y amor del padre. Ha fallado en ella lo que H. Deutsch llama la “vuelta al padre” tras la decepción con la madre.

Lacan transforma la fórmula freudiana y plantea que el problema del perverso no es la caída del falo materno sino la supresión del falo en el deseo materno. Si el deseo de la madre no se dirige a ningún falo viviente, se diluye el deseo y la esperanza de alguna vez poseerlo. Falla tanto la promesa (Versprechen) del goce fálico cuanto el aplazamiento (Aufschiebung) “para cuando seas grande”. En términos freudianos, no se instala adecuadamente la represión y el niño no ingresa en la latencia.

El Otro se vuelve un desierto de goce, cosa que viene a contrastar con la imagen popular del perverso como un monstruo libidinoso con una insaciable sed de goce. Efectivamente, muchos perversos se ven a sí mismos como seres dotados de una sexualidad exuberante y promiscua, medio por el que tratan de desmentir reactivamente ese “desierto de goce” en el Otro.

Al estar el falo forcluído en el deseo materno, el perverso se siente llamado a restituirlo. El destino del perverso es completar al Otro y darle consistencia.

El falo es, además, el don simbólico que viene a completar la carencia del Otro. La niña imaginariamente mutilada pasa a esperar del padre el don, donación que no se verifica en la paciente homosexual de Freud. La madre “no ha renunciado a gustar” y el nacimiento del hermanito viene a probar que todos los regalos serán para ella. La joven pierde la esperanza de alcanzar el goce fálico y se transforma en el chevalier servant de la dama-de-dudosa-reputación y, como dice F. Sauvagnat, pasa a encarnar ella misma una figura del don, la donante. En el amor cortés descripto en las novelas de caballería del Medioevo, el caballero está al servicio de su dama sin aspirar a satisfacción sexual alguna con ella: todo lo da y nada reclama[2]. La joven paciente tampoco espera nada de Freud y el análisis llega a un punto muerto, tan muerto como el falo que se le ha prometido. En un tercer momento, la joven vuelve a cambiar de lugar cuando, después de cruzarse con el padre por la calle en compañía de la dama, éste la mira con odio y ella se lanza desde un puente. Freud observa que este “venirse abajo” se dice niederkommen en alemán y que este verbo también significa parir. La joven ocupa finalmente el lugar del bebé-falo, esto es, del don mismo.

Volvamos ahora a nuestra pregunta acerca de la existencia de mujeres perversas y démosle una vuelta más. Si es más o menos obvio que sí hay mujeres perversas, ¿por qué preguntamos?

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