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2017
El ojo de la cámara recorre indiferente y moroso el espacio sideral. Pasan de costado estrellas enceguecedoras, planetas, asteroides, cometas y otros objetos celestes. De pronto, a lo lejos, un punto azul que se va agrandando paulatinamente: es el planeta Tierra que se aproxima. Bajo las nubes que lo envuelven, surge, nítida, la forma del continente sudamericano. La cámara desciende rauda y se visualiza claramente el estuario del Río de la Plata y las formas algo confusas de una gran urbe. La cámara se precipita un poco más y aparece, inconfundible la silueta de la Capital Federal, con la Avenida Gral. Paz circundándola y confiriéndole su singular forma. Llega a Puerto Madero, pasa de largo entre sus esbeltas torres y sobrevuela los barrios de Montserrat, Balvanera, y Almagro, tuerce para Caballito, Flores y se detiene en Parque Avellaneda, alcanzando el nivel del suelo en la calle Laguna, entre Francisco de Bilbao y San Pedro. Se demora apenas ante la fachada de una casa ya vieja, tan vieja como sus cansados moradores. En una herrumbrada chapa al lado de la numeración, se lee un cartel que anuncia: “Manantial de luz, residencia para adultos mayores”. Las puertas se abren solas, la cámara ingresa, atraviesa varias habitaciones, la cocina y llega al patio, en el que, después de la merienda, dos ancianas conversan en sendas reposeras: doña Jorgelina y doña Juanita, ambas de 86 gallardos años y mucha experiencia encima, como para darle cátedra al más pintado. Se apaga la suave música de fondo que acompañó hasta ahora el extenso viaje y se enciende el sonido, registrándose el siguiente diálogo.
– ¿Llegó Carina del súper? Ya debería haber llegado. Estas chicas tardan para todo, y eso que son más rápidas que yo qué sé.
-Hay que tener paciencia, Jorgelina, no se haga mala sangre, a ver si se descompone como el otro día y hay que llamar a Pami. Con lo que tardan, una puede reventar como un sapo. ¡Qué desastre, Dios mío!
– Pero no puede ser que tarde una hora para ir acá a una cuadra. Seguro que se quedó charlando con alguno. Éstas no le hacen asco a nada y se meten con cualquiera. Si las conoceré yo… ¡Ay!, llegaste, bebé. Te estábamos extrañando. A ver, m’hija, ¿qué trajiste? (desenvuelve una botella) ¡Anís otra vez! ¿No había lemoncello, o licor de cacao o de huevo?
-Igual es rico, Jorgelina, y no nos dura nada… (Ríe). Traé las copitas, m’hija, nomás. (Carina vuelve con las dos pequeñas copas)
– Gracias, bombón. (Sale) (…) Cada día más estúpida ésta. Debe ser el noviecito ése que tiene que la tiene así. Es del sindicato de no sé qué. Dios sabe en qué andará. ¡Cómo están las cosas, Juanita! Una ya tiene miedo de cualquier cosa.
– Sí, ni caminar por la calle se puede. A mi nuera la asaltaron el otro día, pobre. Iba con mi nieta la más chica y dos pibitos en moto le sacaron la cartera con el celular, la plata, los documentos,… todo.
– Sí, de arrebato, se dice.
– Exactamente. Igual, la muy tarada iba por el borde de la vereda pensando quién sabe en qué. No tiene cabeza. Yo no sé cómo mi hijo se casó con esa tarada. Y eso que se lo dije con todas las letras antes del casorio. Pero ella, la muy guacha, ya se había embarazado y fue de apuro. Lo malo es que iba con la nena, que se impresionó, ¿vio?
– Ya no hay respeto, no me diga. La Carina ésta estaba el otro día con el novio en el auto, una cuatro por cuatro enorme, créame. De repente, ya no la veo más por un rato, que se incorporó con los pelos revueltos. ¿Qué estaba haciendo, me quiere decir? ¿Se puede ser tan degenerada? ¡A plena luz del día! Y el otro como si tal cosa. Después, la vi mostrando un par de botas que el zanguango ése le había regalado. Si no es prostitución, ¿qué es?, dígame.
– Bueno, no tanto, Jorgelina. Ahora son así las cosas. Las costumbres han cambiado. Las chicas se encandilan con esas cosas. Ni saben lo que es el crochet. Ayer, creo, me preguntó para qué hacíamos punto toda la tarde. Para entretenernos, le dije. Y, además, mi nieta más chica me pidió una manta con los cuadraditos. Menos mal que Ud. me ayuda, que, si no, no terminaba nunca. Pero, bueno, éstas por un par de botas hacen cualquier cosa. No tienen límites, digo yo. Un buen sopapo a tiempo arreglaba las cosas, pero ya están grandecitas, ¿no cree?
– En nuestra época, había discreción, no me diga. Yo no era ninguna santurrona, no vaya a creer. Pero respetaba a los demás, no andaba dando espectáculo por la calle. No señor, de ninguna manera.
– Pero, entonces…
– Teníamos un zaguán en casa. Divino, con mayólicas y mármol de Carrara. Un lujo. (…) Y una hacía sus cosas decentemente. Mi mamá, que era muy compañera mía, me decía siempre: “Jorgelina, despedite hasta las diez, que mañana madrugás”. Y lo decía bien fuerte para que mi novio escuchara bien y no se pasara…de horario, claro. Había un código, ¿me entiende?
– ¡Cómo no la voy a entender! Pero Ud. tenía suerte, nosotros vivíamos en un PH como le dicen ahora y había como un recodo al lado de la escalera que yo usaba, siempre y cuando estuviera desocupado, porque había otra piba, que era muy… ¿cómo diré?… avispada, eso. Muy avispada y tenía varios novios que atender, ¿me explico?
– Tendría problemas de agenda, como se dice ahora. (Ríen ambas) ¿Otra copita, Juanita?
– Y dele. Total: no nos están esperando para ir a un baile, ¿no? (Se sirven)
– ¡Ay!, los bailes, no me los mencione. ¡Qué bailes, m’hija! No me perdía uno, le juro. Siempre con mi mamá, que se hacía la distraída cuando venían los tangos y los boleros. ¡Qué hombres que había! Peinados con gomina, el traje impecable y el agua de colonia. Me perdía el agua de colonia y un buen bigote. Y bien afeitados, no como ahora que andan sucios y con barba de una semana. ¿A Ud. le parece?
– No va a comparar, no señor. Ésos eran hombres bien hombres. A una se le aflojaban las rodillas. Me acuerdo de uno, que no llegó a ser novio pero, bueno, imagínese…
– ¿Qué pasó? ¿Hubo romance?
– Hubo de todo, Jorgelina. Menos noviazgo, claro. (…) Tenía auto… Me llevaba al guindado y lo que menos me importaba era el guindado, ¿me entiende? Pero era todo en la penumbra y nadie se enteraba de nada. Nada que ver con esta Carina y las otras, que son todas unas qué sé yo…
– Yo también tuve uno, especialmente uno, que me puso la cabeza patas para arriba. Con él descubrí cosas que… no sé cómo pasaron, le juro. Una noche, la primera noche con él en el zaguán, lo veo que saca el ya sabe qué y me hace que se lo agarre. Una cosa desproporcionada, se lo juro por la memoria de mi madre, en paz descanse. Yo me sentí como obligada a decirle algo: “Me parece que se está confundiendo”. Como para pararlo, ¿vio? Pero él, como si nada. “Yo creo que no” me dijo y le juro por ésta no sé cómo terminé en el piso, arrodillada y con…, bueno, el miembro en la boca, no sé si me entiende. Así estuvimos un rato. Me mojé toda, créame. Y después vino lo peor, lo que más me gustó: me cacheteaba con el miembro en la cara y me acabó. Menos mal que tenía un pañuelo porque, si no, ¿cómo entraba a mi casa hecha un enchastre? El pañuelo con la colonia, me acuerdo como si fuera hoy… (Soñadora) A veces, me parece que huelo la colonia… ¡Qué días, Dios mío!
– Me dejó sin palabras. ¡Qué situación, mamita! El otro dale que dale cacheteándola. ¡Maravilloso!
– Eso fue el comienzo. Hay que ver todo lo que ese tipo podía hacer en menos de media hora. No me dejó, en fin…, parte del cuerpo sin visitar, ¿me entiende?
– Turismo completo, digamos. (Ríen)
– Completísimo. Pero, Ud. vio cómo son las cosas: duró un suspiro, menos de dos años. Después, desapareció y si te he visto no me acuerdo. Un par de veces me confundí en la calle y me pareció que era él. Pero no, no se le vio el pelo nunca más. Y bueno, las ganas de volverlo a ver, supongo….
– Hay hombres que son difíciles de reemplazar. Pero no se queje. Yo me casé con un hombre así y Ud. no sabe lo que es tener a un degenerado en casa y criar tres chicos.
– ¿Era bravo su marido?
– Un degenerado, ¿no le digo? A toda hora, de cualquier manera, con los chicos dando vueltas por la casa. Y tampoco era muy amigo del agua y del jabón. Así como venía del taller, ahí nomás empezaba a manosearme en la cocina. Tomaba un par de mates y ya me empujaba para la pieza. Me pechaba, me acuerdo, como en el campo, ¿vio? No era de hablar mucho y no tenía paciencia. Yo le escapaba como podía, pero para eso era vivo y créame que aunque no quisiera y tuviera una pila de ropa para planchar, terminaba tumbada en la cama y él dándole a la matraca como un poseído. No era vida…
– No crea, Juanita, hay tantas mujeres que se quejan de que el marido no las mira, ni las toca…
– No era mi caso. Unas buenas vacaciones necesitaba yo. Si cuando nos íbamos al hotel del sindicato, una vez vinieron a tocarnos la puerta por el ruido que hacía mi marido. Se entusiasmaba que Ud. no sabe. Y él se reía y como que alardeaba. Francamente, me tenía podrida. Ya ve: siempre quejándonos. (Ríen) Deme otro poco, que ya me lo tomé. Y no escatime, Jorgelina, que así esta noche dormimos como reinas.
– Estamos tomando como dos esponjas. (Ríe) Lindas debemos quedar. Dos viejas borrachas hablando estupideces.
– No crea. Estas cosas se las cuento a Ud. pero me las tenía calladas, bien calladitas. En fin… Dios castiga, mire. Yo tenía un novio que ni me besaba, de tímido, ¿vio? Y yo era jovencita y como que estaba con todas las hormonas y no me aguantaba. Era de lo más lindo. Yo me preguntaba: “¿no será raro este muchacho?” Y resultó que sí, años después nos enteramos de que andaba con uno de la hinchada de San Lorenzo, que se ve que le gustaban los hombres también. En un barrio todo se sabe, no como ahora que en los departamentos una no conoce ni al del piso de arriba. Después se mudó y no supimos más de ninguno de los dos. ¡Qué cosa! Se ve que conmigo disimulaba y yo, como una estúpida, lo esperaba para ir al recodo de la escalera y él me decía que estaba apurado y mil excusas. No me buscaba, ¿vio? Yo era tan pánfila…
– Bueno, de casada se desquitó. (Ríe)
– Sí, por demás. No tuve equilibrio, ¿vio? (Ríe también) Qué se va a hacer, algo es algo. No como mi hermana la menor, la Cuqui, la que murió el año pasado, ¿se acuerda?
– Sí, claro, la diabética que le habían amputado una pierna, ¿no?
– Las dos, pobre. Quedó en silla de ruedas los últimos años. Y bueno, por algo habrá sido. Para mí, Dios la castigó por las cosas que hizo.
– Pero, ¿qué hizo, si se puede saber?
– Se lo digo así nomás: de todo hizo. Era el bicho más malo que Ud. se pueda imaginar. Una harpía. A mi cuñado nunca lo quiso y, para colmo, ¿con quién se fue a enganchar? Con el hermano del marido: un gordito de ojos redondos como dos huevos duros y los labios así, carnosos y siempre como húmedos, ¿vio? Un asco de tipo. Siempre me impresionó imaginarme a mi hermana con un tipo así en la cama.
– Ay, sí, Juanita. (Ríe) Siempre pensé que los gordos tienen el que le dije chiquito. No sé, alguno que habré visto y no me acuerdo. Pero si quiere uno bien dotado, búsquese un flaco bien flaco. Como un amigo de mi hermano que era famoso en el barrio. Pijerto le decían. ¡Qué boquita la de los muchachones! Pero era un buen muchacho y venía mucho a casa.
– Y Ud. se lo habrá llevado al zaguán alguna que otra vez, me imagino. (Ríe)
– Algo de eso hubo, no se le voy a negar. Pero valía la pena, le aseguro que no me arrepentí en lo más mínimo. Buen tipo…
-Le decía: mi hermana va y se engancha con ese gordo inmundo y todo el mundo sabía y el marido, pobre, hacía como que no se daba cuenta. Era como corto de entendimiento. Nunca tuvo un buen trabajo, todos lo cargaban. Al final, se murió como un perro, tirado en una cama de hospital y mi hermana lo iba a ver una vez por semana, la muy guacha. Yo le decía: “No seas tan hija de puta, no hay derecho. Pensá, es tu marido, el padre de tus hijos”. Y ¿qué hizo la desgraciada? Me miró con ironía, como diciendo que no era el padre de sus hijos. ¿Se da cuenta? Mala. Mala e hija de puta. Malnacida. Y eso que mi mamá la crió como a una princesa, pero ella era así, malcriada, había que darle todos los gustos. Hay cosas que no se hacen. Nunca.
– Sí, nunca.
– Bueno… no de esa manera, por lo menos…
– ¿Por qué lo dice, seré curiosa?
– No,…, qué sé yo. A veces, una hace cosas que no debería hacer, ¿vio? Por una cosa o por otra, la cuestión es que una se encuentra en medio de algo medio difícil de manejar, ¿me entiende?
– No, la verdad que no… Si no me quiere contar, no me cuente. No se haga problema.
– Bueno… Tampoco es tan grave. Ni que fuera el fin del mundo. Un primo de mi marido, en Córdoba. ¿Conoce La Falda? Divina. Y en aquella época más que ahora, que está más ciudad, ¿me entiende? Una zona de quintas de lo más linda, Ud. viera. Lo que pasó es que este hombre, casado y con hijos, me andaba atrás. Pero con disimulo, no era un atropellado como mi marido. (…) Y, bueno… algo pasó, no lo voy a negar. Pero se cortó enseguida. Así como vino se fue, ¿se da cuenta?
– Duró un par de semanas y ya…
– No, un poco más, no vaya a creer. Un par de años, poco…
– ¿Poco? ¿Le parece poco un par de años?
– Me hubiera ido con él si me lo hubiera propuesto. Así como se lo digo. Pero no se dio. Qué se va a hacer. (…) Los hombres son más cobardes, les cuesta un montón dejar la mujer, la familia. Muy pollerudos, ¿no le parece?
– Hay de todo, sí. Mi marido era pollerudo, así como Ud. dice. Y también me parece que estuvo a punto de dejarme e irse con otra, pero lo manejé bien. Me enfermé, le eché la culpa de todo y me fui a la casa de la madre de él. Para ocuparle el lugar, ¿me entiende? No por la madre, que era una vieja de mierda, amargada, depresiva y que no paraba de hablar estupideces. Al final, me vino a buscar hecho un pollito mojado y me prometió el oro y el moro. Y nunca más intentó nada. Ahí la que cortaba el bacalao era yo, se lo confieso. Si hasta los chicos se daban cuenta y lo cargaban. El sonreía, ponía cara de resignación y seguía yendo a trabajar para parar la olla, que era lo único que hacía bien. Porque trabajar, siempre trabajó.
– Eso sí que es una suerte, no como mi marido que perdió el trabajo en el taller una vez y formaron una cooperativa para mantenerlo abierto. El dueño se fue al Brasil y no lo vieron más. Fueron unos cuantos meses sin un centavo y tres pibes que alimentar, ¿vio?
– ¡Qué horror! ¿Y Ud. qué hizo?
-¿Qué iba a hacer? Apechugar y salir a buscar comida como podía. El carnicero y el verdulero eran gente conocida que me hicieron unas cuantas gauchadas. Pero una no puede abusarse. Algo tiene que dar a cambio, ¿no le parece? Deme otro poquito de anís. Pero poquito, ¿eh?, que después no puedo ni levantarme de la reposera. (Jorgelina sirve anís) Gracias, m’hija. Le decía: algo hay que dar. Retribuir, lógico.
– Lógico.
– Y bueno. Éramos jóvenes y siempre se puede hacer algún favor, ¿vio?
– Más con gente conocida de años.
– Por supuesto. Mi marido nunca se enteró, pero nunca preguntó tampoco de dónde salía el puchero. Siempre me quedó la duda de si se hacía el zonzo o qué.
– ¡Ay!, disculpe. (Se inclina hacia un costado y hace un pequeño esfuerzo) Ay, ya salió. Me estaba torturando. El anís me da gases. Por eso le pido a Carina lemoncello u otro licor.
– Sí, me llegó el olor. (Ríe) Ud. se las mata callando. Yo no digo nada pero muchas veces la veo haciendo esfuerzos para no desgraciarse. Pero qué se va a hacer, son cosas que pasan. Ya no estamos para andar sufriendo, ¿no cree?
– Sí, totalmente. Y además estamos con los pañales. Un gran invento… La de veces que me hice popó encima por estos gases, ni le cuento. Pero con los pañales es otra cosa, una está tranquila. Total: después nos cambian, una limpiadita y a dormir hasta mañana, perfumadas. Pero dígame: ¿cómo estaban el carnicero y el verdulero?
– El verdulero, Saúl se llamaba, era un gordo asqueroso. Había que poner mucha voluntad, mucha, créame. Lo esquivaba lo más que podía a ese gordo asqueroso. El carnicero era otra cosa. Un muchacho hijo de italianos, morocho, de ojos negros y una musculatura como Dios manda. Una belleza…. Un placer… En fin… Igual siempre me quedó el recuerdo de cuando iba a la piecita de atrás de la carnicería con el hijo de Doña Asunta… Inolvidable, se lo digo yo…
– Un buen peceto… (Ríen ambas)
– Peceto, tripa gorda, entraña, bola de lomo, lo que Ud. quiera. (…) Me preguntó qué será de él y del otro, el del guindado…
– Todos muertos, Juanita, como el mío de los cacheteos. Dios los tenga en la gloria. O viejos chotos en geriátricos de porquería como éste.
– Maltratados por paraguayas o peruanas. Sí, pobres. Mejor finados, ¿no? Aunque hay tanta gente que llega a los 90 y más….
– Pero la cosa es cómo llegan. La mayoría están hechos un asco. A nosotras por lo menos nos funciona la cabeza, pero hay otros…
– De la cabeza, creo que sí, pero la artrosis de las rodillas y las caderas me están matando, créame… Y ya no controlo bien, ¿vio?
– Sí, caminar es un problema. Pero, bueno, ¿qué se va a hacer? (Miran al vacío unos instantes) Pero todavía no le conté lo mejor… o lo peor, no sé.
– ¡Ay, Jorgelina! Ud. es una caja de sorpresas.
– Una caja de locuras, dirá… Yo tendría menos de 40, treinta y pico. Y no va que conozco un tipo en una confitería. Como yo estaba sola, el tipo pensó que yo era una de esas,… de las que cobran, ¿me entiende?
-¡No me diga que se hizo pagar por el hombre!
– Y… sí. Vergüenza me dio, pero, bueno, ¿cómo le digo?, me gustó que me diera plata. No era por la plata, le juro, pero la plata era lo que le daba sabor a la cosa, el condimento ¿me explico? Me gustaba verlo sacar la billetera, que me la diera, que pagara por estar conmigo. No sé, es difícil de entender. Será que una es loca… O tiene alma de puta, qué sé yo. ¿Ud. cómo lo ve?
– Es un asunto oscuro, me doy cuenta. Ahí hay algo… Una sola vez en mi vida un hombre me dio plata. Pero era porque yo le lloraba miseria y el tipo sacó la billetera y me dio unos billetes. De los pesos Ley, ¿se acuerda? Me pareció por un ratito que era fácil sacarle plata a un tipo. Cómodo. Y rápido. Como un cajero automático, ¿vio? (Ríen ambas)
– Sí, sí, lo que deben ganar esas mujeres. Pero después viene el chongo y se las saca.
– Sí, pero antes las cachetea un poco, ¿no le parece? (Ríen en forma estentórea) Sh, sh, que va a venir Carina o la encargada a ver qué nos pasa y nos van a retar. (…) Y… ¿el tipo le gustaba?
– No sé, Juanita, ni me acuerdo bien de la cara. No era feo, pero tampoco era un buen mozo. Gerardo se llamaba, eso me acuerdo. No sé… Lo tengo medio borrado… Me acuerdo patente de la billetera de cocodrilo que tenía. Lustrosa. Cara. ¡Qué cosa!, ¿no?
– Y bueno… Una habrá hecho sus cosas, pero decentemente. Igual hay tantas cosas que una no hizo ni hará. Por falta de oportunidad, o de plata, no sé…
– No por falta de imaginación, eso seguro. (Ríen ambas) ¿Vamos con el anís? Mire que ya casi la terminamos.
– Y dele, un último esfuercito. (Ríe) ¿Quién nos va a levantar de acá, digo yo?
– Dígame, Juanita: ¿le quedó algo en el tintero?
– Siempre queda, no se preocupe.
La cámara retrocede un poco, se ve a las dos viejas tejiendo crochet en silencio. Pasa Carina con la encargada con una chata en la mano. La cámara retrocede más, comienza a escucharse una música de ésas de antes: es Libertad Lamarque cantando Fruta amarga. La cámara sigue desandando el camino hecho y vuelve a verse el frente del Manantial de Luz. Ya es casi de noche. La cámara se vuelve hacia el cielo y ya se ve alguna que otra estrella… Sigue cantando Libertad.
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