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Ciencia y sujeto en la Modernidad: La polémica Putnam-Ferenczi: la relación entre Filosofía y Psicoanálisis

Del libro Ciencia y Sujeto en la Modernidad

Introducción

En 1912, Ferenczi publica en la revista Imago un artículo intitulado “Filosofía y Psicoanálisis[1] a modo de comentario crítico de la exposición que J. J. Putnam había realizado en el Congreso Psicoanalítico Internacional celebrado en Weimar el año anterior. La tesis central de Putnam es, según Ferenczi, que el Psicoanálisis, “cuya importancia (Bedeutung) como método psicológico (sic) y terapéutico acepta, debería buscar su enlace con conceptos filosóficos más amplios”. Ya el título de la presentación de Putnam es elocuente: Über die Bedeutung der philosophischer Ausbildung für die Entwicklung der Bewegung psychoanalytischer” (Sobre la importancia de la preparación filosófica para el desarrollo del movimiento psicoanalítico)[2]. De todo esto se infiere que para Putnam la Filosofía tiene más importancia y es más amplia que el Psicoanálisis. De alguna manera, al recomendar que el psicoanálisis se someta o, al menos, adapte “sus nuevos conocimientos a un enfoque filosófico determinado”[3], lo que está planteando es que ese recién llegado al campo del saber, el Psicoanálisis, debe normalizar su relación con las otras ciencias y con la Filosofía en particular, y que esta relación ha de ser de subordinación respecto del saber filosófico.

Desde una perspectiva positivista, Ferenczi considera tal actitud peligrosa, no sólo para el Psicoanálisis, sino también para cualquier otra ciencia y, consecuente con dicha postura, reclama libertad de acción para la “verificación objetiva de la verdad” y la exención de la obligación de construir un “sistema” de conocimientos psicoanalíticos conectados entre sí sin contradicción. Y va más allá, mucho más allá, en verdad: el Psicoanálisis, en yunta con la Psicología, tiene el derecho y el deber de “examinar y observar las circunstancias en las que se originan los productos mentales de toda índole, sin excluir los sistemas filosóficos, y de mostrar que las leyes generales de la vida mental son válidas también para éstos”[4]. No se trata, pues, de indagar qué quedaría en pie del Psicoanálisis luego de un análisis filosófico – epistemológico, diríamos hoy- de sus resultados, cosa prematura y nociva, sino que, por el contrario, lo que Ferenczi propone es el examen psicoanalítico de las doctrinas filosóficas. El argumento se puede reducir a un silogismo categórico con dos premisas y una conclusión:

  1. Hay leyes de la vida mental válidas para examinar y observar las circunstancias en que se originan los productos mentales descubiertas por el Psicoanálisis y la Psicología;
  2. Los sistemas filosóficos son productos mentales;
  3. Ergo, dichas leyes generales son válidas para examinar las circunstancias en que se originan los sistemas filosóficos[5].

Resaltaremos solamente tres elementos de esta argumentación: a) que los sistemas filosóficos son reducidos a meros productos mentales (psicologismo psicoanalítico), cosa que pone en tela de juicio su relación con la “realidad” (vide infra); b) que las doctrinas filosóficas son invariablemente vistas por Ferenczi -al igual que Freud mismo-  como “sistemas”, es decir, como una colección cerrada de conocimientos articulados arquitectónicamente y sin contradicción, conforme a la exigencia lógica del pensamiento; y c) que Ferenczi considera que el Psicoanálisis, en tándem con la Psicología, sin discriminarlas demasiado, son capaces de enunciar “leyes generales de la vida mental”.

Estos tres puntos de la argumentación de Ferenczi son, lo dijimos, de raigambre netamente positivista: Filosofía es sinónimo de Metafísica y Metafísica es sinónimo de exceso o desmesura racional. Los objetos metafísicos (Dios, alma y mundo) son incondicionados e infinitos y, por consiguiente, no hay experiencia perceptible posible de ellos. No son “hechos” y por ello es que no sirven de base para una ciencia “positiva”. La Filosofía carece de objetos aptos para ser examinados científicamente[6] y se ve condenada a especular sobre vaguedades que exceden la cientificidad para internarse en el campo del desvarío o, en el mejor de los casos, de la poesía. Desde la óptica positivista, lo más recomendable que puede hacer la Filosofía es limitarse a compendiar las ciencias, presentando una exposición sinóptica de las mismas.

En un artículo destinado a un diccionario[7], Freud caracteriza al Psicoanálisis como una ciencia empírica que se ocupa de una clase especial de fenómenos, los fenómenos inconscientes, recortando del campo fenoménico un sector propio y específico de aplicación. Luego, como extensión, el método psicoanalítico es erigido en metodología apta para el examen de los productos de las ciencias que se dedican a otros sectores del mundo fenoménico (Psicoanálisis aplicado). Ferenczi nos suministra en una nota un ejemplo[8] de aplicación del Psicoanálisis a doctrinas filosóficas: basándose en los procesos de proyección e introyección que la práctica psicoanalítica ha descubierto  y descripto, el materialismo resultaría un caso extremo del primero al diluir el self (sic) en el mundo externo y el solipsismo el caso extremo del segundo, porque “niega totalmente el mundo externo, es decir, lo absorbe dentro del self”.

En la obra del propio Freud, son bien conocidos los numerosos pasajes en los que hace profesión de antimetafísico. En su Autobiografía (1926), por ejemplo, confiesa casi con orgullo su ingénita y completa incapacidad para pensar filosóficamente. En Psicopatología de la vida cotidiana (1901), afirma la posibilidad de que gran parte de la Metafísica termine siendo Metapsicología y, en el capítulo II de Tótem y tabú (1914), compara los sistemas filosóficos con los delirios.

Una dificultad cartesiana

Mucho se ha criticado la caracterización que Descartes hizo del ego como una res (cosa) o substantia, cuestión ésta que lo condujo a infinidad de problemas tanto metafísicos cuanto gnoseológicos. Husserl señala con acierto que Descartes ha descubierto un nuevo continente filosófico que es necesario investigar: la subjetividad. Pero, por desgracia, recurre para concebirla al bagaje categorial que le ofrecía la escolástica heredera del tomismo aristotélico y el ego recién descubierto termina catalogado como sustancia, esto es, aquello que es per se y no necesita de otra cosa para existir, lo que es siempre sujeto y no predicado. Hay que esperar hasta Kant para ver al ego concebido como una función, término más amplio que el de substancia y, sobre todo, exento de connotaciones metafísicas. El quid es que los modernos tenían ante sí la tarea de construir un nuevo vocabulario filosófico para poder analizar los nuevos problemas que se presentaban a su reflexión y ello explica la confusión en el uso preciso de ciertos términos que son escasamente discriminados hasta nuestro siglo: ego, conciencia, sujeto, etc.

En una situación parecida a la de Descartes, entonces, parecen haberse visto Freud y Ferenczi: al querer cimentar la Metapsicología incorporan a ella toda una batería conceptual tomada en préstamo de las diferentes ciencias positivas de la época, principalmente la biología, la física y la antropología. Esta asimilación del Psicoanálisis a la ciencia positiva trajo como consecuencia inmediata una monstruosa proliferación de teorizaciones psicoanalíticas enderezadas a mostrar su cientificidad. Hasta hubo intentos de introducir en dichas teorizaciones el método estadístico, paradigma popular de la objetividad, el cual supone ingenuamente que “las estadísticas no mienten” o “los números cantan la verdad”, etc.

El apartamiento del Psicoanálisis del modelo positivista se verifica bajo la influencia de J. Lacan, quien lo relanza hacia su tema fundamental: el deseo. El Psicoanálisis no es una ciencia de la sexualidad -para eso está la Sexología- ni de la conducta, tema éste de la Psicología, sino un saber del deseo. Es, justamente, esa relevancia que el Psicoanálisis le otorga al deseo lo que lo distingue de la ciencia. El deseo no es psicológico, en el sentido de reductible a formulaciones psicológicas; en una palabra, no es cientifizable. Por el contrario, es en función del deseo que la Psicología -y la cultura toda, si no tenemos miedo de exagerar un poco- puede existir y en ello se funda la pretensión del Psicoanálisis de examinar todos los “productos” culturales en tanto efectos de algún deseo. Es en esta dirección que puede decirse que el deseo es lo más wirklich[9], lo que los latinos llamaban actualis.

Cuando Descartes dice: “Claudam nunc oculos, obturabo aures, etc.”[10] (Cerraré ahora los ojos, obturaré mis oídos, etc.), cree factible este aislamiento del sujeto no sólo del mundo exterior sino también del interior, esto es, plantea una operación en virtud de la cual el yo (o el sujeto, aquí no están claramente discriminados) que pone entre paréntesis sus propios deseos e impulsos, alcanzando la mentada y ansiada objetividad. La mente pura y atenta cartesiana es un sujeto purificado de deseo: antes que nada, ese sujeto filosofará, es decir, buscará el fundamento para la ciencia, y luego, se dedicará al trabajo científico, que es el que verdaderamente interesa a la Modernidad. Siguiendo a Freud, desde muchos ámbitos del saber se cuestiona esta presunta pureza del sujeto de la ciencia y de la Filosofía. El deseo es inextirpable y se las compone para encontrar sus objetos de satisfacción, aun en situaciones muy comprometidas. Hay deseo en todo, incluso en el saber puro. Desde Bacon, el otro gran precursor de la Modernidad, saber y poder quedan indisolublemente unidos: es menester conocer la Naturaleza para poder dominarla, y para poder conocerla hay que someterse a ella, verla tal y como es. Esta visión a la vez interesada y desinteresada de la Naturaleza marca una dualidad fundamental de la ciencia moderna: el ego, entidad que busca reproducirse en sus obras, debe ser dejado de lado a fin de lograr el conocimiento de eso otro que es la Naturaleza.

El papel de Dios

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