Consejo para sobrevivir a la diversidad (tributo a Colette) – Juan José Ipar

2020

La situación es como sigue: estamos siendo bombardeados por un tropel de discursos, declaraciones y manifestaciones varias en los que se exalta las innúmeras bondades de la diversidad de identidades genéricas. Cálculos conservadores hablan de 54 identidades diferentes[1] que se reparten la predilección del público masivo, aunque suelen estar, en ocasiones, en pugna entre sí. ¿Cómo hacer para reconocerlas debidamente a todas, sin omitir o menospreciar alguna que otra? Mejor no hacerlo, ello sería una ofensa grave y potencialmente peligrosa. Significaría que Ud. no comulga con los vientos que soplan, que Ud. suscribe las horribles posiciones del patriarcado discriminador y embarazador, ya en franca decadencia y próximo a desaparecer definitivamente, pero todavía agazapado y al acecho. Admitamos, además, que los problemas de identidad, todo este zafarrancho de aceptaciones tibias y asunciones torpes y previsibles, es un problema para los individuos de la llamada clase media. Rollos burgueses. La ya complicada relación entre los sexos -la guerra de los sexos, como se decía antaño- derivó en una circense lucha en el lodo en la que confluyen tutti quanti a dirimir derechos y transgresiones. Aunque resulte increíble, hay gente que no padece estos problemas de identidad genérica o de los entuertos sexuales que han afligido a los humanos en los últimos dos siglos de preponderancia de la Modernidad. No se tatúan, ni escuchan rock’n roll, no mucho al menos. Adoran la medida y no se espeluznan ante las jerarquías. ¿Quiénes son? ¿Dónde están? Luego develaremos este pequeño y transitorio misterio.

Aclaremos bien antes por qué motivos este asunto de la diversidad resulta intragable para mentes equilibradas y clásicas. Por su desproporción, por ser, justamente, desmesurada en sus pretensiones y en sus reclamos. ¿Y qué pretenden sus propulsores? Qué no pretenden, habría que preguntar. Se sienten poseedores de la verdad, nada menos. La blanden orondos y nos la refriegan por el morro cada vez que pueden. Encima, esta verdad no es producto de reflexión o esfuerzo alguno, sino efecto instantáneo de la llamada autopercepción, de la cual se extraen infinitas consecuencias. Una verdad simplona y escasa de pergaminos, sostenida con inapelable certeza por personas sin gran preparación, que aparecen en los media y se despachan con desparpajo, creyendo tener resueltos los grandes problemas que han desvelado a la Humanidad desde hace siglos. No tienen la más leve sospecha de su precariedad intelectual y, con alegre fanatismo, pontifican sobre los temas más urticantes. La verdad resulta, pues, fácilmente accesible y puede ser expresada en pensamientos sencillos y aptos para la repetición al alcance aun del menos favorecido por las Musas. Un modo de entender la cuestión es ver todo esto como una radicalización generalizada[2], proceso en el cual, como vimos, partimos de una subjetividad deslucida, angustiada y amorfa, que sufre una metamorfosis por medio de la cual adquiere certezas y un plan de lucha, que reafirman y consolidan una identidad inicialmente imprecisa y disminuida. Ha surgido un nuevo modelo social que se supone digno de emulación y que puede ilustrarnos acerca de la tolerancia, las costumbres y la sexualidad. Se asumen como la intempestiva bête noire de una entidad vetusta e ineficaz, el patriarcado, ogro resucitado a los fines de su deconstrucción.

Impresiones de Italia

Éste es el pictórico título de un artículo escrito hacia 1915 por la gran Colette[3] (1873-1954) durante un viaje que hizo a Roma en plena Primera Guerra Mundial[4] e incluido en una colección de escritos breves publicado en 1917 como Les heures longues[5]. Nuestra viajera se aleja de un París “oscuro, paciente y resignado” para deslizarse hacia el sur en tren. Pasado el túnel de Modano, se manifiesta, casi repentinamente, la espléndida Italia. Exclama: “¡Qué hermosa esta vertiente de los Alpes italianos, regada por aguas puras, florida, cubierta de viñedos, salpicada de maíz, fresca en verano y cálida a pesar de la proximidad de la nieve! (…) Aquí las flores se prodigan, los pastos hacen pensar en el césped de un parque y los torrentes en complicados surtidores. ¡Qué buena presa esta tierra para un vecino envidioso…!”. Más que codiciada, efectivamente: Napoleón III se apoderó de Saboya y Niza cincuenta años atrás y Luis XV les compró Córcega a los genoveses unos años antes de la Revolución[6]. La rendida admiración por la belleza del paisaje itálico era, desde siempre, un tópico de la literatura y la música europeas.

El émerveillement de nuestra autora se extiende a los habitantes: “Son los míos, son los nuestros. No existen, entre los seres humanos, quienes más se nos parezcan, incluso físicamente. El sol les ha tostado con más generosidad, harinas y vinos no bautizados dotan a sus mujeres de un seno más rico y a sus niños de un estómago y una dentición más robustos. (…) nos son, desde un principio, familiares y comprensibles (pénétrables)”. No se trata de una raza que se pretenda heroica, como era la aspiración alemana, sino erótica, edénicamente erótica: ésa es su superioridad. Grandes zonas del sur de Francia y del norte de Italia comparten un pasado que se remonta a los romanos, al menos desde las postrimerías del siglo II AC, y que se continúa en todo el Medioevo con la lengua y cultura occitanas.

Cerca de Rapallo, ya en Liguria, el tren en el que va Colette se cruza con otro, “… si tren puede llamarse a un largo vehículo desbordante de risas, cantos y frenéticas mandolinas. (…) ¡Sí, el pueblo de mandolinistas va a la guerra! En ellos he reconocido el acento, la embriaguez y la guerrera despreocupación de nuestros soldados. (…) jamás una canción de Italia despertó un eco más francés en mi corazón”.

Llegada finalmente a Roma, Colette husmea por allí, es confundida con una tedesca y aun escucha la Marsellesa. La reina madre ha donado una residencia principesca para los heridos de la guerra. Pero “Roma no tiene ni uno solo, hasta ahora se los aparta de ella, se quiere que la ciudad permanezca serena entre sus jardines cerrados y empenachados de surtidores. ¡Cuántos hombres válidos por las calles, cuántos soldados todavía nuevecitos! Italia todavía no ve el fin de su riqueza viviente[7]. Respecto de las mujeres, Colette se asombra de “las jóvenes madres (…) literalmente cubiertas de chiquillos que andan por encima de ellas, semejantes a perras tranquilas[8] que dejan jugar y pelearse sobre ellas a una progenie provista ya de dentadura”. Hay, pues, niños revoltosos y felices: “¡Qué lejos están del niño francés o inglés, relegado a la nursery!”. Más abajo, en su despedida del ubérrimo pueblo italiano, lo saluda como “una raza que no se cansa de procrear[9].

Ésta, la de Colette, es una estampa de esa Italia idílica que Fellini alcanzó a vislumbrar en su infancia, pero que ya en los ’50 empieza a perderse velozmente como consecuencia del boom económico y la modernización que supuso. En sus films, así como en todo el cine peninsular de la época, revolotea una caterva de personajes feos, obesos y vulgares- cuando no desdentados o narigones- que representan de modo grotesco al otrora estético y salutífero pueblo italiano y preanuncian la Italia actual, repleta de fábricas y monoblocks, envejecida y consumista.

Una raza que no se cansa de procrear”: la Italia de la belle époque bulle de niños y Colette se detiene a describirlos: “Los más hermosos son los más graves, con su lujo de cabellos rizados y largas pestañas[10] y su boca desdeñosa sobre una barbillita espiritual. Al crecer, estos niños se convierten en los delgados faunos dorados que encantaron a escultores y a pintores; en cuanto a las niñas, alcanzan hacia los quince años una perfección que atrae todas las miradas Ellas, por su parte, soportan que se las admire, siendo el espectador, turbado, el que acaba por volver la vista hacia otro lado ante esos rostros tranquilos que no se ruborizan y esos labios con bozo de terciopelo que sonríen a medias, dispuestos a expresar lo que tarda en decir la mirada un poco indolente”. Nos presenta bellezas ideales y paganas, casi en estado de gracia y todavía no contaminadas por la polución o los negocios de la burguesía. Diríamos, graciosamente, que son previos a la Revolución industrial, al carbón y al vapor, a pesar de la presencia constante de los trenes. Y culmina Colette con la imagen de estas “mujeres encinta, opulentas, macizas al sol como torres, que marchan llevando delante suyo el futuro y la fortuna de Italia”.

Quien se expide de tal modo no es una representante del patriarcado en defensa de la procreación y del rol de la mujer como mansa madre de una alegre y algo abusiva progenie, sino, más bien, una librepensadora, una defensora de la mujer y alguien que se dio el gusto de investigar cuanto pudo la sexualidad y las relaciones humanas en general. ¿Qué encuentra Colette en Italia? Nada menos que algo que se perdió en Francia, a pesar de que reconoce inmediatamente su parentesco, su comunión. Se perdió la naturalidad de la existencia. Estos seres que nos presenta están en un feliz más allá del conflicto que caracteriza como nada la Modernidad. Saben quiénes son y, simplemente, lo son, no tienen que argumentar ni defenderse de nada. La mirada indolente y mejillas que no se ruborizan, faunos dorados, el bozo de terciopelo: son seres anteriores a la Caída. Como Fellini más tarde, Colette todavía los reconoce, se reconoce a sí misma en ellos, no están tan lejos y no puede dejar de sentir el impacto estético de su proximidad.

Reprise

Cierto masoquismo bastante persistente nos hace retornar a nuestros días y nos hacemos preguntas inverosímiles. ¿Qué le diría una drag queen a alguno de estos encantadores italianos de la belle époque? Imaginemos aunque más no sea un breve diálogo. No se puede: nada más encontrarse, la drag queen sufre una terrible transformación, como Drácula cuando descorren una cortina y la luz del sol penetra por la ventana. Cae fulminada, se encoge, gruñe latinajos impénétrables y queda reducida a cenizas y, entre ellas, intactas, las pestañas postizas magnéticas e ignífugas de última generación, su marca distintiva. Las pestañas indestructibles son testimonio de una artificialidad retorcida con pretensiones de artística. El arte no se sabe tanto; la drag, en cambio, es pura conciencia de sí, mera declamación vacía, producto de una identidad sobreactuada y militante. Un ángel que rodó cuesta abajo, un pobre simulacro descartable o como decía Sor Juana: “un vano artificio del cuidado,… un resguardo inútil para el hado[11]. No procrean.

Imaginemos, inversamente, todavía otro encuentro: el de nuestra Sido[12] con la drag queen. La pasmada esta vez sería la escritora y supondremos que, à peine revenue de sa surprise, como la marquesa de la canción, toma su cartera y prestamente pone los pies en polvorosa. No creemos que pudiera soportar tal confrontación.

A todo esto, no nos olvidamos de que adeudamos un consejo, para que no nos pase lo que a Colette, aunque, quizá, la valerosa franco-cartaginesa se hubiese sentido curiosa y hubiera disecado con la pluma a su drag. Sí, esto último habría sido lo más probable. La habría considerado con detenimiento, habría hecho sus estudiados cálculos y rápidamente esbozado un artículo, como si se tratase de un viaje a un territorio encore inconnu y novedoso. Y, merced a los buenos oficios de la literatura, se habría sacado el problema de encima y habría continuado con otra cosa. Todo ello gracias al toque aristocrático que poseía. Para esa gente, la identidad no es problema acuciante. Aunque también son seres caídos, saben quiénes son, soportan airosos sus muchas o pocas dudas, y no precisan andar por allí afirmando su ego o exhibiendo sus llagas. Ya lo vimos en nuestro texto sobre el abate de Choisy[13]: Felipe de Orlèans, el hermano de Luis XIV- Monsieur- se paseaba por París travestido y acompañado por sus amantes y favoritos y nadie se inmutaba mayormente. El mismo abate hacía lo propio y llegó nada menos que a la Académie Française. Eran otros tiempos y otros personajes. Don Felipe tenía autoridad y no se justificaba ante nadie, ni se victimizaba. Todo ello en medio de un patriarcado acendrado. En el grand monde, por supuesto, siempre prosperó un buen número de homosexuales, travestidos y otros engendros diversos sin que ello constituyese un tema de conversación. Cuestiones que se comentan à mi-voix en la penumbra cómplice del boudoir, no bajo la luminaria del salón.

Para despedirnos, un “coletazo” de nuestra argumentación: no tenemos las impresiones que hubiese despertado en nuestra Sido una drag, pero sí disponemos, como analogía, de un comentario suyo sobre Isadora Duncan (1877-1927), la famosa bailarina americana que deslumbró a la burguesía europea en los primeros años del siglo XX. Se trata de un texto de apenas 3 páginas, incluido en un libro publicado póstumamente por Flammarion en 1958, reeditado en 2002, y que consta de 37 artículos periodísticos inéditos. Uno de ellos, nominado justamente Isadora Duncan, resume una no fechada ida al teatro en el que se presenta la artista, quien, como en nuestros días las drags, ya era por entonces un freack de la incipiente industria americana del espectáculo.

Colette detesta ser injusta con Isadora, pero no vacila en ser maligna. “Es un pequeño ser regordete  con una barbilla ingenua” es su presentación. Y sigue: “El arranque del cuello y el porte recuerdan a Mme. De Pougy” (1869-1950), celebrada cortesana y bailarina del Folies Bergères, que alcanzó la fama, la fortuna y hasta se casó con un príncipe rumano, para terminar, una vez viuda, como religiosa domínica. Una comparación que nos deja pensativos. La describe en acción: “Ella baila sola. Deshoja la flor, coge la mariposa, lanza y recibe una invisible pelota o unas tabas que no se ven, estruja un racimo imaginario y se embriaga con él, llama y escucha un coro de sombras. Parece desafiar a su “doble” transparente y luchar con él”. Es maligna, nomás. Descubre, empero, un concepto: “Toda su planta ingenua expresa una comprensión muy anglosajona de la gracia antigua, hay que decirlo…”. No lo explica, pero se deduce del contexto que debe haber asimismo un modo francés- o acaso italiano- de comprender la gracia antigua, más apolíneo, menos salvaje y torpe. Sin embargo, “… fanatiza a un público a la vez snob y sincero”. Y, luego de referirse brevemente a un coro de niños que enmarcan a Isadora, Colette dedica la segunda mitad de sus tres páginas a ajustar cuentas con este público, que le desagrada abiertamente.

Es un público que “merece, a su vez, ser mirado”. Colette se endereza hacia la vestimenta femenina, la encuentra fea, poco favorecedora, hasta incómoda y ridícula. “Pieles hasta las orejas, sombreros hasta el mentón, este año ya no se ve de las mujeres más que una punta de nariz insolente, un mechón ahuecado de cabellos postizos y la mitad de un ojo …” Y unos corsetsque bajan desde el sobaco hasta la rodilla, que impide sentarse, comer, agacharse, y …perfectamente[14]. Se llama corset Tanagra, en recordación de dicha ciudad de Beocia, en la que fueron encontradas las famosas figurillas homónimas, pequeñas estatuas funerarias del período helenístico, que hacían furor desde fines del XIX y cuyas vestimentas inspiraron a los couturiers de la época hasta bien entrados los ’30. Son corsets indudablemente radicales: “Se rompen, pero no se doblan[15]. Empezamos con las pestañas postizas y llegamos a los corsets. ¿Qué nos pasa?

Sido concluye, meditativa: “Pienso en las rarezas femeninas cuando miro a esas mujeres que aplauden a Isadora Duncan. Medio de pie para gritar mejor su entusiasmo, se inclinan ceñidas, encasquetadas, engoladas, desconocidas, hacia la pequeña criatura desnuda en sus velos… No nos engañemos. Ellas la aclaman, pero no la envidian. La saludan desde lejos y la contemplan, pero como a una evadida, no como a una liberadora”. Fin. ¿Será que vivan a la que se animó a sacarse de encima los pesados ropajes victorianos, mientras ellas permanecen ostensiblemente fieles a sus opresivos Tanagras? El alma femenina no es un misterio para Colette, ella es una más del gremio y no “compra” las banalidades de Isadora, como tampoco lo hacen las que la vitorean. Tienen ante ella la misma actitud doble que hoy exhiben muchas mujeres frente a sus compañeras de identidades alternativas: las aprueban calurosamente, pero no las copian y siguen esforzándose por ser buenas hijas. Evadida suena a prófuga.

Una postdespedida, como se diría ahora. La del estribo, se decía antaño. En otro artículo del 12 de octubre de 1936, nuestra autora comenta dos obras de teatro de Sacha Guitry (1885-1957), Geneviève y Le mot de Cambronne [16][17],  obras inéditas suyas con las que se abre la temporada. Nos presenta algunos conceptos sobre estética. La primera obra “encierra un atractivo extraordinario y es de un gusto irreprochable. De un gusto tan esmerado y una circunspección tal, que debo reprochárselo al autor. La delicada prudencia y la singularidad mesurada que nosotros llamamos el gusto, son indispensables a toda tentativa de arte”. Colette nos informa de cuál es su idea de eso que se llama el gusto, el buen gusto, todo él mesura y discreción, bien lejos de las estridencias y obviedades a las que nos tiene habituados la industria americana. Más abajo, insiste: “A veces, hablando de Anatole France[18], me he tomado la libertad de considerar afectados el rechazo de la facilidad, el amor a la moderación, el desprecio por el efectismo. Y es que la lectura, ocio inmóvil, soñador y apasionado, autoriza y estimula la acritud de la crítica”. Es imposible engañar a Colette: el buen gusto puede ser afectado, como considera que ocurre con France y, quizás, con la Geneviève de Guitry. Ella reprocha un buen gusto irreprochable, y hasta desliza la posibilidad de que todo buen gusto sea educada afectación; lo que es seguro es que el mal gusto es más espontáneo. Por lo demás, no hay que temer que la crítica se vuelva acre: ello está en su naturaleza a un tiempo ociosa y apasionada.

Ahora sí nos vamos. Hagan como Colette, ése era nuestro consejo, como ya habrán adivinado. Critiquen y no compren demasiado. Pasa un tren cargado de mandolinistas y lo abordamos. Nos vamos literariamente con la música a otra parte. Addio.


[1] Sospecho que es una encubierta alusión al club neoyorquino.

[2] Véase nuestro artículo La radicalización de hace un par de años.

[3] Sidonie-Gabrielle Colette, cuyo primer nombre, heredado de su madre, parece haber sufrido la influencia de la novela cartaginesa de Flaubert (Salambo, publicada en 1862), fue una notable novelista, periodista, femme des lettres y hasta artista de cabaret francesa, autora de las sagas de Claudine, Minne y Chéri. Su lucha personal por la independencia femenina y su bisexualidad han sido revalorizadas en un reciente biopic protagonizado por Keira Knightly.

[4] En la Primera Gran Guerra, Italia combatió junto a Francia y Gran Bretaña contra los llamados Imperios centrales.

[5] Tenemos delante Mujeres, título bajo el cual se agrupan una cantidad de textos breves de Colette, incluyendo los que citamos más abajo, uno dedicado a Isadora Duncan y el otro a Sacha Guitry, Editorial Sudamericana, Santiago de Chile, 2000.

[6] Compra forzada que aseguraba el interés francés en el Mediterráneo.

[7] L’Italie no vois pas le bout de ses richesses vivantes.

[8] “… comme des lices tranquilles qui laissent jouer ….”. Lice en francés, además de liza, arena del pancracio, significa hembra del perro de caza destinada a la cría (cfr. Λύκος, lobo).

[9] … une race qui ne se lasse pas d’enfanter

[10] No son pestañas postizas, como las de las drag queens.

[11] Soneto VIII, a mi retrato.

[12] Colette heredó de su madre el nombre y también el apodo. Sidonie viene de Sidón, ciudad fenicia madre de Cartago.

[13] El encanto del travesti, de hace ya unos años.

[14] Los puntos suspensivos dan para cualquier cosa, literalmente.

[15] Famosa frase que se encuentra en el testamento político de Leandro N. Alem.

[16] Pierre Cambronne, general de Napóleón, habría exclamado: “Merde!!”, durante la batalla de Waterloo (1815). Expresión muy usada en mi familia.

[17] Actor, director y autor de más de 100 obras teatrales, Guitry se ocupó personalmente muchas veces de trasladarlas al cine.

[18] Anatole France. Nació en 1844 y murió en 1924, recibiendo el Nobel de literatura en 1921.

Juan José Ipar

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Autor: Juan José Ipar

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