2022


Epílogo
Han pasado unas semanas. Nuestro joven paciente, un tanto atribulado, ensaya comunicarme una novedad: tiene serias dudas en cuanto a continuar con sus estudios universitarios, de los cuales hablamos en el capítulo anterior. Evidentemente, lo ha venido rumiando y dudaba si debía referírmelo, como si tuviera que decirme algo que yo desaprobaría. Obviamente, yo lo desapruebo y esgrimo mis razones: básicamente, él es hijo de un self made man con estudios universitarios inconclusos y no es cuestión de meramente repetir la historia paterna, sino que tiene la oportunidad de dar vuelta esa página familiar. Él utiliza estos mismos datos, pero los invierte: si su padre logró advenir exitoso y considerablemente rico desarrollando sin ayuda externa sus talentos comerciales espontáneos, él podría hacer lo mismo y no perder su tiempo en la Universidad. La cosa posiblemente funcione: habla bastante bien inglés y su tarea consistiría básicamente en buscar clientes en la net. Con esos dos elementos sería factible hacer una carrera y no precisa de una formación (Bildung) académica para finalmente dedicarse a huronear en las redes, aunque he oído que hay una nueva carrera, la de Comercio digital, que le vendría bien.
La Universidad, en su perspectiva, no es el trampolín a cosa alguna. Es más, es una pérdida de tiempo, un desvío que no conduce a ninguna parte. ¿Por qué? Porque perdió el aura y el prestigio que supo tener en otras épocas. Mi paciente tiene claro que sus profesores, por ejemplo, ganan poco dinero dando sus clases; no son ningunos winners, antes bien son loosers incapaces de ganar real money en los negocios y ocupan esos puestos docentes periféricos por monedas. Son patéticos y lo saben. Y no quiere por nada del mundo seguir sus pasos: falla la identificación, tan necesaria para llegar a algo en la vida. En realidad, se identifica maníacamente con Billy Gates y otros emprendedores -o influencers– que supieron manejarse en el mundo de los negocios e hicieron megafortunas de la nada. Todo eso con zapatillas y jogging caros, pero remedando el turbio aspecto de un habitante de los barrios marginales. Hasta los años ’70, funcionaba aceptablemente bien la llamada sociedad de clases y la clase media vivía pendiente de los modos y costumbres de la clase alta, que daba el tono en la sociedad toda. Ese estado de cosas fue cambiando aceleradamente desde entonces y ya ni recuerdos quedan de él: ahora campea un talante plebeyo que iguala los tantos hacia abajo y nos vamos convirtiendo todos en seres poco educados y sumidos en la inmediatez de las imágenes. Del elitismo pasamos velozmente a la masificación. La vieja Universidad era una institución hecha a la medida de las aspiraciones de la clase media de entonces, cuyo mayor afán era el de parecerse a la élite: si uno no tenía un título nobiliario -o su apellido en la Guía Azul, por lo menos-, podía compensar un poco accediendo a un título universitario y ser un Doctor o un Licenciado. Tenía vigencia la esperanza de ascender de clase y mezclarse con la haute société. Era el sueño argentino, plasmado en tantas películas de los ’40 y los ’50. Sería por eso que proliferaban los advenedizos -los parvenus-, los farabutes y los medio pelo: todos intentando codearse con la gente paqueta del Barrio Norte, que los discriminaba sistemáticamente. Y muchos profesores de la Universidad pertenecían a la clase alta, especialmente los de las Facultades de Derecho, Medicina o Arquitectura. Eran señorones ligeramente envarados que vivían rodeados del respeto y la consideración de la gente toda. Tenían autoridad y, como decía Freud, de la autoridad emana sugestión, es decir, poder. Actualmente, no se sabe bien dónde está el poder y debe ser por eso que tantas sociedades poco evolucionadas buscan con ahínco figuras carismáticas y autoritarias que resuelvan tan importante punto. Desaparecida la paquetería del Barrio Norte, ahora los profesores de la Universidad son gente de una clase media desorientada que ha tomado a los marginales como modelo estético y se visten como ellos, en versión outlet. ¿Será que es preferible lucir como un lumpen que no ser nada en absoluto? Por las dudas, se tatúan.
En el interín, han casi desaparecido también las profesiones liberales y el panorama para los que egresan de las viejas carreras como Medicina, Psicología, Ingeniería, Arquitectura o Derecho es, si tienen suerte, llegar a ser empleados de prepagas, estudios jurídicos, compañías internacionales, etc. El sueño de la clase media se desplazó a las carreras de Programación, Diseño Gráfico y hasta Diseño de Indumentaria, muy centradas en íconos e imágenes y en las cuales los conceptos parecen prescindibles. ¿Se puede tener una auténtica formación en dichas especialidades o se trata de un simple adiestramiento? ¿Hay conceptos en estas nuevas disciplinas? ¿Es posible la trasmisión, por ende, y en qué podría consistir? Aristóteles justamente discernía la mera experiencia (εμπειρία) del arte (τέχνη) y afirmaba que el segundo era trasmisible porque contenía algo de razón (λόγος). Así, pues, más allá del arte, la experiencia comercial del padre de mi paciente es intransferible a su joven hijo y éste verá cómo se las compone para adquirirla. Apelará al trillado recurso de la identificación que venimos de mencionar, sólo que ésta es ciertamente caprichosa y no puede en modo alguno ser programada con anticipación. Además, resulta dudoso que hoy en día la experiencia vital de un hombre de cincuenta años le pueda servir de mucho a otro de veinte. En el mundo postmoderno, la experiencia envejece rápidamente y caduca de una generación a otra. De tal modo, las sucesivas generaciones son prácticamente extrañas entre sí y la trasmisión se interrumpe a cada paso, a diferencia de lo que sucedía otrora en las sociedades tradicionales, donde la continuidad generacional era un bien muy preciado y relativamente fácil de alcanzar. Por consiguiente, los planes de mi joven paciente de suceder a su padre y recibir de él una compañía funcionando quizá sean una quimera que no tendrá cumplimiento. Bien pudiera ser que el hombre viva hasta los ochenta o más años y no parece ser de ésos que se retiran prudentemente y se allanan a dejar el puesto de mando a su relevo. Tampoco lo veo a él vegetando veinte o más años a la espera de su herencia. En tal caso, tiene sobrado tiempo de terminar su carrera de Economía y hasta algún Master en USA, así perfeccionaría su inglés. En fin, chicanas mías. El apellido los une: como decía Virgilio en alguna de sus Églogas, arcades ambo.
En un mundo distópico que se manejara solamente con íconos, esto es, sin el auxilio del concepto, la gente sería completamente incapaz de criticar lo que sea que tenga delante. Se les volvería imposible algo tan elemental como ponerle un nombre a sus emociones o a su malestar, tipificarlos. Doy un ejemplo: muchas veces ocurre que nos vemos en la situación de tener que informar a nuestros pacientes que lo que sienten es angustia y que la angustia sobreviene cuando uno está bajo el influjo de una fantasía inconsciente, etc. Hace poco, un consultante obsesivo y muy reticente me relataba que tenía ideas bastante negras y que había ido a ver a un coach que le sugirió su novia, quien le recomendó enfáticamente que se enfocara en las cosas positivas y que apartara de su mente dichas ideas negras. Se trataba de hacer un esfuerzo, no de ponerse a pensar de dónde proceden sus negras ideas o asignarles un sentido, como decíamos en el capítulo anterior. Eso es la terapia de nuestra época: apelación al voluntarismo de cada cual. Y si uno no se aplica, es que no colabora y es un saboteador en el que no vale la pena perder el tiempo. Pim, pum, ¡fuera! Todos los conflictos no son más que pseudoproblemas, fantasmagorías a las que no hay que atender, sino descalificar prestamente. Por fortuna, aunque debilitados, los conceptos perviven y, en ocasiones, algunos pueden elaborar medianamente lo que les aqueja, por más que el mercado nos atiborre con soluciones supuestamente prácticas y económicas. Para nosotros, en cambio, las ideas negras son muy interesantes y constituyen el nervio del Material psicoanalítico. ¿Qué sería de nuestra profesión si la gente no tuviera ideas negras, rencores atormentadores, envidias nada sanas o resentimientos pequeñísimos? No obstante, siguiendo la tónica del momento en el que vivimos, analizarse es propio de los loosers, es ir a aclarar ad nauseam por qué no nos decidimos a actuar de una buena vez. ¿Acaso los problemas se resuelven mágicamente cuando tenemos en claro sus motivaciones inconscientes? Freud encontraba en el Hombre de las ratas precisamente esa Unfähigkeit zu agieren, incapacidad para actuar, muy diferente a la Lösung (resolución, disolución) de los síntomas histéricos consecutiva a una interpretación (Deutung) feliz. El análisis va medianamente bien con la histeria, pero no resuelve el meollo de la cuestión obsesiva. Esto fue expresamente advertido por Freud, quien se vio forzado a admitir que su método “curará lo que el paciente tenga de histérico”[1] y ya el análisis de pacientes obsesivos plantea problemas técnicos difíciles de resolver, por decir lo menos. De tal manera, analizarnos por años no nos garantiza en modo alguno que hemos de desprendernos de nuestros fastidiosos traumas, conflictos o síntomas. Algo de razón tendría, después de todo, el coach mencionado más arriba: lo que sí se perdería positivamente, sin embargo, es todo lo que el análisis le da por añadidura al paciente: un nuevo modo de considerarse a sí mismo y a los demás, otra perspectiva, más generosa y menos estrecha. Esa sería precisamente la Kur planteada por Freud, que se aproxima a lo que podríamos alcanzar por medio de la formación filosófica, esto es, una novedosa manera de vérselas con los conceptos. El coach exhibe una técnica pobre, que consta de un único recurso: esforzarse. El marqués de Sade, recuerda Lacan en algún lado, ironizaba y, desde la Bastilla, exhortaba a los franceses: “¡un esfuerzo más y seréis republicanos!”. La cosa se vuelve infinita y el paciente queda en la posición de las atareadas e infelices hijas de Dánao en los infiernos, que debían colmar un tonel desfondado. El coaching luce un tanto elemental y el análisis demasiado complejo e impreciso. ¿Qué hacer? Ya lo dijimos en nuestro reciente Análisis fulminante, recordando a Sócrates: “Hagas lo que hagas, te arrepentirás” y todas sus variantes.
La técnica del coach nos condena, pues, a un empeño interminable y repetitivo, mientras que un discreto análisis nos da herramientas para conceptualizar algunas cuestiones y, si las cosas van bien, poder no digo disipar nuestros conflictos, pero sí encararlos con humor y reflexiones. Pero el viejo Psicoanálisis va paulatinamente siendo sustituido por una nueva Psiquiatría complementaria del coaching, que se dedica a medicar cuanta cosa se presente y que calza perfectamente con una masa de pacientes que aceptan y solicitan volverse dependientes de drogas recetadas. Todo esto variará según la inteligencia de cada cual, por supuesto, y es cierto que el mundo está lleno de personas que buscan desesperadamente que alguien les señale un norte. Están tan pegoteados con lo que sea que les pasa, que nunca podrán tomar una mínima distancia de ello. Como decía Lacan de los estudiantes parisinos del ’68: “buscan un Amo”. Y candidatos a Amo también sobran y el ejemplo cabal es la proliferación de sectas, colectivos y otros grupos cerrados al influjo exterior y a la crítica. Por lo demás, nada de todo esto es nuevo y la condición esclava ha sido y sigue siendo el destino obligado del sujeto promedio, incapaz de servirse del concepto para esclarecerse siquiera un poco. A esta postración se suma el esclarecimiento enlatado que hoy en día puede adquirirse por monedas en la góndola de cualquier supermercado. Suscribir ciegamente ideas políticas, integrar colectivos militantes, seguir a un líder iluminado, adherir a una secta, formar parte un cenáculo, dedicarse al veganismo, al yoga o a la autoayuda es hacer propios discursos compactos que señalan soluciones a problemas convencionales que todos debemos enfrentar en algún momento de nuestras vidas. Tienen la no pequeña ventaja de hacerle sentir al quidam que los apoya que forma parte de algo más grande y noble. Un ladrillo más en el Sacrosanto Templo de la Sabiduría. El rebaño calma la ansiedad y da respuestas esquemáticas y fáciles de asimilar, sólo que exige a cambio de tan dudosos bienes una sujeción progresivamente mayor. Mi joven paciente cree estar a salvo de tales cursilerías y se siente a sí mismo como un cínico que sólo va por la plata. Vidēre ut credĕre. La apuesta es que desarrolle talentos analíticos y, al menos, se salve de recaer en las manos de un coach, por mejor intencionado que éste pueda ser. Y que obtenga cierta independencia intelectual que lo ponga a buen recaudo de la tentación facilista de enrolarse en causas flojas de sentido común. Pero la gente ama tener opiniones y suspira por ser parte de un todo contenedor y esta voluntad de identificarse con la verdad, como dice Carlos Faig, irremediablemente termina pagándose muy caro. Indefectiblemente sobreviene el desencanto, aunque unos cuantos mueren antes, en su etapa militante. La independencia intelectual mencionada es una dura intemperie que también sale cara. En fin, hagas lo que hagas, terminarás desairado. Pero he aquí que esta cuestión de que adquirir habilidad en manipular conceptos no trae necesariamente aparejada una felicidad sin nubes ya lo tratamos hace unos años en nuestro artículo En favor de un cierto escepticismo, de 2017. No abundaremos. Con lo dicho, podemos darnos por satisfechos, puesto que hemos arribado a nuestra enésima aporía, a saber, la de que nada ni nadie puede garantizarnos ni la felicidad ni una discreta buena andanza. Todo ello requiere de talentos muy difíciles de captar o de explicitar en palabras. Como dijo alguna vez Freud, cada cual ha de encontrar su propia fórmula para ser dichoso. Y hasta es probable que el supuesto hombre feliz sea incapaz de expresar adecuadamente la fórmula utilizada y ésta no resulte ser, en el análisis, más que una racionalización.
Como de ninguna parte, y sin motivo aparente, se enciende un audio y escuchamos un tango intitulado Raza criolla (El Taita), de Salvador Grupiglio (1893-1956), bandoneonista calabrés muy inspirado, grabado por la excelente orquesta de José Basso en 1956.
[1] No recuerdo dónde está esta cita, pero confío en mi memoria.
Juan José Ipar/2022
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