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Sobre el abuso – Juan José Ipar

2020/21

De modo quizá arbitrario y esquemático, sentaremos que el tema del abuso tiene íntima relación con el del poder: un abuso es, en principio, un abuso de poder. Se trata, sin duda, de un tema clásico que ha sido amplio objeto de la ciencia de la política. Aquí, simplemente recordaremos que, en L’Esprit des Lois de 1748, Montesquieu preconizaba precisamente la llamada división de poderes, como el solo remedio para el inevitable abuso ligado al poder indiviso de las monarquías absolutas del XVIII, que va deteriorándose a lo largo del XIX y caduca en el XX. La idea básica es que cada uno de los tres poderes limita y controla a los otros, evitando la concentración y sus nefastas consecuencias. La otra cita obligada es el famoso dictum del historiador Lord Acton (1834-1902), quien afirmaba que “el poder tiende a corromper y el poder absoluto corrompe absolutamente”. Aquí, el abuso adopta la forma de la corrupción.

En el campo psicológico, en cambio, el término abuso comenzó a ser utilizado en referencia a las adicciones y se distinguía entre uso y abuso en el consumo de sustancias diversas. Más recientemente, el término se hizo extensivo a ciertas situaciones que se dan entre las personas, en las que una ejerce sobre la otra alguna variedad de violencia, en una gradación que va de la verbal hasta la física. La propia categoría de violencia también procede de la política, de los pensadores marxistas, quienes hablaban de la violencia de clase ejercida por la burguesía sobre el proletariado, cosa que a sus ojos justificaba la violencia revolucionaria, su contracara justiciera y necesaria. Lateralmente, mencionaremos apenas el abuso en tanto figura penal, en donde se distinguen el de confianza, el deshonesto y alguno más. Como punto de partida, diremos, entonces, que las relaciones humanas no dejan de ser relaciones de poder y añadiremos que ése es un punto muy poco estudiado desde la perspectiva del Psicoanálisis.

En los llamados escritos sociales de Freud, encontramos reiteradamente un talante pesimista y escéptico: todas las formas de sociabilidad han fracasado de manera manifiesta y, más concretamente, se critica allí en forma incisiva la conducta incivilizada de las potencias occidentales durante la Gran Guerra de 1914-18. La causa última de este reiterado fracaso político ha sido la inequidad: adonde uno vuelva la vista, en todos lados una minoría dirige y explota a la mayoría y, en consecuencia, han sido y son organizaciones injustas que merecen desaparecer. En otros textos más inspirados, como en El porvenir de una ilusión (Die Zukunft einer Illusion) de 1927, Freud llega a esperanzarse con que la cultura pueda alguna vez ser impuesta por el amor y no por el Drang, término complejo que podemos traducir como apremio o, nuevamente, violencia[1]. Y asignaba al Psicoanálisis un rol fundamental en dicha feliz imposición, en la medida en que lo imaginaba como posible formador de una élite capaz de acometer tan alta tarea.

Inequidad, dijimos: en el Banquete, Sócrates dice que sólo una cosa sabe, que en el amor hay amante y hay amado. Bien, en el abuso, hay abusador y abusado, como hay masoquista y hay sádico, uno que mira y otro que es mirado, etc. Por ser una relación, resulta que hay dos lugares a ocupar. Destaquemos que, excepto alguna que otra, las relaciones suelen ser asimétricas y tal es el caso del abusador y el abusado. Luego, puede uno preguntarse: ¿qué lleva a las personas a ocupar cualquiera de los dos lugares de esta particular relación? Nos ceñiremos a esta espinosa cuestión y bucearemos en la teoría psicoanalítica, en busca de algo que nos permita entenderla siquiera someramente.

El lugar del abusador

Obviamente, se trata de una personalidad dominante y agresiva. ¿Y de dónde le viene ese afán de someter y hasta denigrar a su víctima? Hay un célebre pasaje en El malestar en la cultura (Das Unbehagen in der Kultur, 1930) que puede aclararnos el punto: “El hombre no es una criatura tierna y necesitada de amor, que sólo osaría defenderse si se le atacara, sino, por el contrario, un ser entre cuyas disposiciones instintivas también debe incluirse una buena porción de agresividad. Por consiguiente, el prójimo no le representa únicamente un posible colaborador y objeto sexual, sino también un motivo de tentación para satisfacer en él su agresividad, para explotar su capacidad de trabajo sin retribuirla, para aprovecharlo sexualmente sin su consentimiento, para apoderarse de sus bienes, para humillarlo, para ocasionarle sufrimientos, martirizarlo y matarlo. Homo lupus hominis…”. Terminante. Para Freud, pues, tenemos una disposición (Anlage) instintiva feroz y preparada para cometer toda suerte de tropelías. Conque todos somos potencialmente abusivos. Recordemos que una disposición es meramente una tendencia, pero que bien puede, merced a una educación defectuosa, devenir un mal hábito (Gewohnheit), esto es, una costumbre hecha carne en un sujeto, el cual se volverá algo más que áspero en su relación con los demás. Y esta posibilidad, nos remarca Freud, está abierta para cualquier persona, sin distinción de sexo o condición. Esta negra dispositio podría ser la causa alejada de la frustración de las experiencias políticas en general, aquello que no permite plasmar un sistema racional y que nos fuerza a recaer permanentemente en la tentación de los regímenes autoritarios, en los que dicha agresividad originaria encontraría un exutorio y hasta un extraño florecimiento.

En nuestro artículo sobre los femicidios, hemos visto que en las primeras teorizaciones del movimiento feminista se atribuía al colectivo masculino una especie de odio primordial hacia las mujeres, que los llevaría a prodigarles todo tipo de malos tratos. Algunos insinuaban, incluso, que la testosterona podía estar a la base de dicha misoginia, pero luego se la relacionó con el orgasmo tanto masculino como femenino y decayó la importancia que al principio se le asignó. Pero no se trata de Vir lupus virorum, sino de Homo lupus hominis, por cuanto las mujeres, por más pasivas y “femeninas” que hayan logrado devenir, no están para nada excluidas de poseer esa tendencia originaria a “satisfacer la agresividad”, como si se hablase de una pulsión universal que busca afanosamente indefensos objetos de descarga (Entladung).

En resumen, dada nuestra naturaleza agresiva, todos sin excepción somos serios candidatos a ocupar el rol del abusador.

El lugar del abusado

La Psicología Evolutiva derivada de la teoría psicoanalítica hace hincapié en que los niños, dada su inmadurez fisiológica al momento de nacer, necesitan una multitud de cuidados de toda clase durante unos cuantos años. De allí es que hemos de aceptar que los primeros goces experimentados por los humanos son todos ellos pasivos, puesto que la locuela y la manipulación de objetos no nos son posibles sino hasta el segundo año de vida. Los niños deben ser alimentados, protegidos y supervisados de mil maneras hasta edades avanzadas, y acaso esta posición subjetiva pasiva y dependiente se prolongue para muchos durante toda su existencia. La dependencia respecto de los demás, en rigor, nunca cesa: Hobbes decía que si uno fuese perfectamente egoísta, lo primero que debería hacer es cuidar la relación con el prójimo, en función justamente de nuestra supeditación a ellos.

La situación se complica si uno considera que, además de asistencia, todos necesitamos que nos quieran, eventualidad ésta harto compleja y que aquí solamente consignaremos. El brillo en la mirada del otro, su amor y benevolencia, eso es lo que buscamos con ahínco durante toda nuestra existencia, excepto algunos sujetos bien capaces de prescindir de dichas cursilerías: nuestros amigos, los psicópatas. Ahí es que se liga la idea del abuso con el de la psicopatía. El llamado complementario hace las veces de abusado y tenemos delante una escena ya conocida. Y, a su turno, es un tema que se engancha con el de la cosificación (Verdinglichung), concepto que puede rastrearse hasta el propio Karl Marx, otra vez en la esfera de la política, como ya vimos en otro lado.

En síntesis, lo que pretendemos resaltar es que, amén de una naturaleza agresiva y cerril, todos tenemos también fijaciones (Fixierungen) pasivas poderosas durante esos primeros cuidados maternos, continuados más tarde con la protección paterna, una vez que el padre es investido fálicamente. Estas fijaciones formarán más tarde el núcleo de nuestro carácter y advienen una segunda naturaleza de habitualidades, acorde con la tradición filosófica toda. Por su parte, el líder carismático y poderoso viene a ser un continuador de esas figuras infantiles que nos han asistido y cuidado y, por ello, son objeto de un amor y una admiración, no exentos de un oscuro temor, que sorprende por su intensidad y persistencia.

Un círculo muy vicioso

El otro dato que encontramos corrientemente es que, examinando su historial, todo abusador ha sido abusado, a su vez, en su infancia. Lo que el sujeto logró es intercambiar el rol y pasar de la Passivität a la Aktivität, dos de los Komponenten de la sexualidad para Freud. No hace falta traducir nada. ¿Es preciso añadir que una multitud de abusados en la niñez, acaso la mayoría, persiste en el rol pasivo y luego formarán parte del magno contingente de los eternos abusados?

La presente teoría del abuso infantil como explicación de muchas patologías que se observan en la juventud o en la edad adulta, pareciera ser un retoño tardío de la vieja teoría freudiana de la seducción (Verführung). Según ésta, la histeria era consecuencia de la efectiva seducción de la niña por parte de un adulto. Al virar de la teoría traumática a la fantasmática, la seducción deja de ser considerada por Freud como un suceso real, acaecido en la infancia del sujeto, y pasa a ser una fantasía primordial, una Urphantasie, común a todos los seres humanos. Pero en nuestra época, como señalamos, hemos retornado a la más simplista visión traumática y se generaliza la idea de que ambos, abusadores y abusados, han sido víctimas de algún vejamen pretérito y lo que distingue a unos de otros es esa capacidad de cambiar de rol en la relación abusiva. En alguno de sus primeros films, Woody Allen, rememora su infancia y, encarnado por un joven, cuenta una sucesión de humillaciones: el padre le pega a la madre, la madre a su hermana mayor y la hermana mayor a él, que queda como el último y deslucido eslabón de la cadena, a falta de una resignada mascota[2]. El abuso vendría a ser, entonces, un entramado gigante y omnipresente, que de alguna manera nos incluye a todos. Ante semejante dilución, es menester considerar aparte los casos más graves, los que tengan ribetes directamente policiales. Resta como una incógnita el determinar cómo se explica el mentado pasaje de la pasividad a la actividad. Este tema se asemeja al de “volverse malo”, instante fatal en el que el sujeto logra desembarazarse de la paralizante pasividad. Últimamente, se estrenó en octubre de 1919 El Guasón (The Joker), protagonizada por Joaquín Phoenix y dirigida por Todd Philips, y allí se muestra ese momento crucial del pasaje a la actividad, al mal. Luego de innúmeras humillaciones y desaires, el personaje, Arthur Fleck, enfrenta a tres bravucones en el metro de Ciudad Gótica y termina matándolos. Aflora por fin su naturaleza prístina, cosa que sorprendentemente suscita el apoyo popular y da comienzo a su transformación de payaso abatido y psiquiátrico a villano brillante y vengador. Hacia el final del film, vuelve la turba anarquista a enseñorearse de la ciudad corrupta y decadente, recreando un escenario parecido al de la Revolución Francesa.  

Dos teorías enfrentadas

¿Y de dónde sale esta maraña de abusos? ¿Cuál es su causa? Según la corrección política que nos azota en estos tiempos, son evidentemente un resabio de la estructura patriarcal, que debe ser prestamente deconstruida y desactivada. Resaltamos la certidumbre con la que esta especie de teoría es expuesta: sin hesitaciones, se señala a la figura del padre como la que se impone por medios violentos, instala una injusta desigualdad y la mantiene por medio de leyes e instituciones que, dijera Foucault, vigilan y castigan a los que osan increpar dicha primacía. Quedan confundidos el Padre, en tanto encarnación viviente de una Ley que lo trasciende y que no se ciñe a su capricho personal, con la de un Amo imaginario, posesor de un obediente enjambre femenino y que hace de su conveniencia una Ley a su medida.

La otra posibilidad, resistida y casi impensable para los medios de comunicación y/o redes, es la de que el abuso y demás manifestaciones de descontrol violento son, precisamente, un producto de nuestra propia época, el resultado de la decadencia de la figura paterna, una consecuencia de su caída, esto es, de su virtual remoción de la escena social. La ventaja que tiene la primera teoría es que exhibe un culpable, sólo que el patriarcado, que en rigor es una estructura social que pertenece al mundo de la tradición y de ningún modo a la Modernidad, está en retirada desde hace ya mucho tiempo y no queda claro qué debe entenderse con precisión por “restos del patriarcado abusador”. Ello supondría que, en épocas pasadas, durante el supuesto esplendor del patriarcado, la violencia debió ser máxima pero silenciosa, puesto que nada se le opuso, ni hubo denuncia alguna de dicha calamidad. Una tal tesis luce incomprobable y tendenciosa. Tampoco explica cuál es claramente la alternativa que se propone: ¿una sociedad sin reglas y sin autoridades sería necesariamente pacífica? Ya tuvimos la experiencia del Far West, entre otros muchos ejemplos en los que privó la llamada ley de la calle. En fin, todas chicanas que no prueban demasiado, porque es muy difícil teorizar situaciones degradadas. Eso se aprende en el Sofista de Platón, cuando Sócrates intenta definir qué es justamente un sofista. Lo degradado, así como el resto, es, por definición, ininteligible, por más que tenga su función, precisamente la de invariable complemento de lo inteligible. Por otro lado, los experimentos sociales difieren sensiblemente de los científicos: se desarrollan por fuera de cualquier laboratorio, en el alboroto del siglo, y es imposible aislar las variables en juego y reproducirlas con alguna exactitud. Por tal motivo, todas las conclusiones que logremos alcanzar sobre ellos, serán forzosamente sesgadas e interesadas y nos pueden resultar interesantes, pero no mucho más que eso: hemos entrado en el reino de lo plausible. Lo que sí está claro es que la progresiva decadencia de la familia y el Estado es evidente y que algún efecto corrosivo sobre las costumbres ha de tener. Para colmo de males, el descontrol y el exceso suelen ser vistos hoy en día como una manifestación de espontaneidad de la que nadie debería ser privado, por más que se condene acremente su resultado forzoso, a saber, la generalización del abuso como modelo de relación interhumana. Norteamericanos. La estrepitosa debacle simbólica hace que todas las relaciones transcurran en el plano imaginario, donde todo es abuso y enfrentamiento narcisista, y ha de ser por eso que la denuncia deviene una práctica compulsiva y perpetua, cerrando un círculo del que no podemos evadirnos, so pena de consentir mudamente semejantes ultrajes. Quien no suscriba militantemente dichas verdades se transforma ipso facto en un cómplice de toda una gama de crímenes y atropellos.

Hay que admitir, sin embargo, que en tiempos históricamente recientes ocurrieron eventos que hoy calificaríamos de bárbaros y extremadamente violentos, como las ejecuciones públicas, a los que la gente acudía en masa. Todos recordamos las viñetas de los manuales escolares en las que se veían los carros atestados de aristócratas condenados rumbo a la guillotina, entre el griterío ensordecedor del populacho parisino durante el Terror del ’94. Tales atrocidades eran vistas casi como un espectáculo festivo al que la multitud se afanaba por llegar temprano, para estar cerca y no perderse detalle alguno del espectáculo. En ocasiones, el gentío participaba directamente del asesinato de los reos de la Revolución, como fue el caso de la célebre y frágil princesa de Lamballe, en las masacres de septiembre del ’92[3]. Pero es menester consignar que no fue durante el esplendor de patriarcado alguno, sino en las postrimerías del Amo, del monarca absoluto. Las quemas de brujas en el Medioevo, como los autos de fe, los ahorcamientos y el garrote vil eran esperados sucesos cuasi cotidianos que a nadie le quitaba el sueño, debido a que no eran percibidos como lo hacemos hoy en día. ¿Cómo los percibían por entonces? Increíblemente, se los consideraba una diversión o entretenimiento y, además, como un justo escarmiento, todo un ejemplo para el bajo pueblo. Las torturas públicas eran una efusión controlada de violencia, bien al gusto del marqués. Como solemos escuchar, estaban naturalizados. En la actualidad, hemos invertido la cuestión y de los castigos corporales en las instituciones educativas tradicionales, pasamos a que, si un docente apenas levanta la voz a un alumno, los padres del niño exigen su expulsión perentoria e inapelable. Casi sin escalas, nos lanzamos de un extremo al otro. Pero todo naturalizado, eso sí. Ahora, es digamos normal que la gente se sienta discriminada, estigmatizada o menospreciada por bagatelas que antaño no hubieran inquietado a nadie. El abuso acecha a la vuelta de cualquier esquina y uno debe extremar los cuidados para no pisotear el ego del prójimo y enfrentar un juicio por ello. A decir verdad, hasta hace poco más de dos siglos estaban bastante empedernidos, hogaño estamos hipersensibilizados: nosotros nos espeluznamos retrospectivamente de su crudeza y ellos, desdentados y procaces, se reirían de nuestros remilgos. En el llamado Tercer Mundo se conservan, intactas, esas costumbres rudas y un ejemplo reciente lo tuvimos cuando hace unos pocos años asistimos por TV a la decapitación de periodistas en Oriente medio.

Como pobre conclusión de lo expuesto, cerramos con que son los infinitos e impredecibles avatares de los años infantiles los que deciden para qué lado de la relación abusiva nos hemos de inclinar, aunque es posible que también debamos asumir que muchas personas son, por así decirlo, ambidiestras y atienden alternativamente los dos lados del mostrador. Por eso es que la educación, la famosa Bildung en la que tanto insistimos, tiene una importancia soberana, especialmente en los primeros y decisivos años de vida, puesto que formará éticamente el mencionado carácter del sujeto y le indicará caminos que se aparten de la resolución violenta de los conflictos. Lo otro del abuso es la negociación, un modo de vérselas con el otro sin pelear y apelando a lo racional más que a lo patético. La escena del abuso es variadísima, inclasificable y probablemente cambiante, según leyes imposibles o muy difíciles de predecir o formalizar. Podemos, sí, tomarle el tiempo a las personas que frecuentamos y vaticinar algunas desgracias con cierta aproximación. Pero no mucho más que eso.


[1] Cfr. con el método del apremio (Drang), sucesor del método catártico.

[2] Probablemente, la cadena era más larga, no lo recuerdo con precisión.

[3] Esta macabra escena capturó la imaginación de muchos y fue plasmada en dos cuadros conocidos, que pueden verse en la net: Suplicio de la Princesa de Lamballe de Gaetano Ferri, del siglo XIX, y el más académico La muerte de la princesa de Lamballe de Maxime Léon Faivre, de 1908. La princesa era amiga y confidente de María Antonieta, luego desplazada de tal posición por la movediza duquesa de Polignac, aunque hasta último momento conservó la benevolencia de la soberana.

Juan José Ipar 2020/21
Derechos reservados

Autor: Juan José Ipar

Podrán leerme en el blog: "Veleidades de Verdad - Divagaciones teóricas de un psicoanalista."

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