Análisis fulminante – Juan José Ipar

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(Guerra de citas)

2021/2

En una multitud de lugares de su obra perfectamente ubicables, Freud previene repetidas veces contra los intentos de acortamiento (Verkürzung) del análisis, como el propuesto en los ’20 por Otto Rank y más tarde por otros. Del optimismo de las primeras épocas -el plan inicial era trabajar seis sesiones por semana apenas un semestre- la cuestión fue pasando por diversas alternativas, en las cuales la labor analítica se fue complejizando y, por ende, extendiendo progresivamente. De tal forma, fuimos llegando a análisis cada vez más prolongados y para los ’80, cuando era candidato en APdeBA, la idea que circulaba allí era la de cuatro sesiones semanales durante unos siete u ocho años, aunque muchos colegas habían excedido esa cifra y hablaban con un dejo de orgullo de análisis de diez, quince o más años. Una campeona amiga de Carlos Faig, a la que tuve el gusto de conocer en persona hace ya un par de décadas, pasó gallardamente los treinta años de cinco sesiones por semana con el mismo analista, un conocido didacta de APA. La libido es ciertamente masculina y viscosa, llegar al material infantil requiere tiempo y mucho más tiempo aun resolver la neurosis transferencial: ésas eran las explicaciones usuales que se esgrimían para justificar dicho estado de cosas. Por supuesto, todo esto rezaba únicamente para los análisis didácticos, dado que los paisanos de a pie eran analizados en condiciones considerablemente más laxas. Por otro lado, las crisis vitales se presentan, inmisericordes, y a menudo se imponía -y todavía se impone- un re-análisis con un colega ya mayor, presumiblemente más breve y sin la exigencia de cuatro sesiones semanales. Un dineral.

En los mismos ’80, comienza a preponderar el lacanismo, a punto tal que ya para los ’90 los analistas kleinianos enmudecieron -o tal vez emigraron en masa a otra galaxia- y sólo quedaron en la plaza voces lacanianas, tanto o más insufribles que los desbancados kleinianos. Y aparece en escena la famosa sesión breve, efecto del no menos famoso corte. Como cada analista interviene ahora según su inspiración del momento se lo dicte, pierden vigencia casi por completo las recomendaciones técnicas, tan caras a los analistas de la vieja escuela. Lacan concedía sesiones de unos pocos minutos y despachaba a sus analizantes con alguna intervención que los dejaba pensativos. Ello le permitía conducir la friolera de no menos de 60 análisis didácticos, cosa que le confirió un gran poder dentro de la Asociación, hasta que fue expulsado de la misma de mala manera. Desde luego, las sesiones breves le permitieron ganar otro dineral. Lo que todavía hoy queda sin resolverse con precisión es cuántas sesiones breves deberían tenerse por semana -o por día- o cuántos años de análisis serían recomendables para el que lo solicitare. Hubo una especie de pacto tácito generalizado y las sesiones comenzaron a durar unos treinta y cinco minutos en vez de cincuenta y los análisis siguieron extendiéndose por unos cuantos años con una frecuencia de dos sesiones semanales. También hay campeones en el campo lacaniano con añares de análisis encima.

El problema de fondo era, claro está, el de que es muy difícil teorizar correctamente la importante cuestión del fin de análisis. Ya hemos debatido y resuelto este espinoso asunto en otra parte y no hemos de repetir lo ya dicho. Aquí nos limitaremos a ensayar algo nuevo y proponer audazmente un acortamiento que supere al pergeñado por Lacan y, para ello, nos serviremos de una famosa anécdota atribuida a Sócrates, en el comienzo mismo de la filosofía entendida como diálogo que trasciende la mera intersubjetividad. Un joven se acerca al filósofo y le pregunta si ha de casarse o no. La respuesta no tarda en llegar: “Hagas lo que hagas, te arrepentirás”. ¿Qué quiere decir Sócrates al emitir esta lapidaria sentencia? Pues bien, que está mal pensada o, lo que es lo mismo, que planteada en esos términos -como opciones mutuamente excluyentes- está el muchacho condenado de antemano al arrepentimiento. Uno no puede casarse y no casarse al mismo tiempo e ir cotejando en simultáneo ambas experiencias, debe optar y padecer los tormentos de lo que escogió. Son dos clásicos: el casado está hastiado y añora la soltería y el soltero se siente solo y desgraciado y suspira por compañía. En ambas situaciones hay motivos sobrados para arrepentirse de lo elegido, cosa que puede aplicarse a cualquier otra área de la vida. Es lógico, uno no puede saber por anticipado si sus negocios resultarán buenos, gratos o convenientes. Así las cosas, sugerimos lo que denominamos análisis fulminante, que se deja resumir de la siguiente manera: el paciente o consultante solicita un turno, lo paga por anticipado por medio de una transferencia, concurre a su sesión, toca el timbre y el analista, en el mismo vano de la puerta y sin dejarle abrir la boca, le espeta: “Haga lo que haga, se arrepentirá”, sin tutearlo. Cierra la puerta y eso es todo. Point final. Más breve, imposible, tan imposible como plantear correctamente y resolver un dilema.

No obstante, veamos siquiera a vuelo de pájaro las incontables ventajas de este expeditivo tratamiento: en primer lugar, justamente, su brevedad y su rapidez; el sujeto ahorra tiempo y el tiempo es dinero, etc. Recordemos que la concisión es un rasgo típico de toda la literatura clásica y que, con nuestro pequeño método, evitaremos de cuajo un palabrerío tan insulso como inconducente. Si lo miramos bien, no estamos muy lejos de los certeros oráculos griegos, como el de Delfos, al cual acudían los jóvenes al llegar a la εφεβία, momento en el cual habían de enfrentar el problema de decidir qué hacer con sus vidas. Por otra parte, no pasemos por alto que nuestra propuesta tiene el carácter de un tratamiento standard, esto es, fácilmente reproductible cuanto se desee. No requiere años de estudio por parte del analista y cualquier farabute de aspecto grave y circunspecto puede ser capaz de llevarlo a cabo: después de todo, dijera un lacaniano, no se necesita más que un semblante. En cuarto lugar, sería posible repetirlo muchas veces, simplificando el arduo problema del re-análisis, que hemos mencionado más arriba. La difícil cuestión de la transferencia, que tantos desvelos ha producido desde que Freud la descubriera con notorio disgusto, queda pagada y resuelta, como ya lo sentamos, aun antes de presentarse el paciente ante su analista. Tampoco sería más necesaria la caterva de terapeutas que asuelan nuestras playas: unos pocos serían suficientes y cada uno podría atender cientos, quizá miles de pacientes atormentados. Por todo ello, podría funcionar que el Estado fije un numerus clausus de analistas, como otrora hacía con los escribanos y otros profesionales. Sumado a esto, desaparecerían de los media y las redes un elevado porcentaje de los que dan consejos acerca de cómo dirigir nuestras vidas: adiós a los numerólogos, tarotistas, astrólogos y demás engendros del ramo. Un paso más y perdería vigencia lo que con sorna deliberada hemos denominado la literatura psicoanalítica. Y la psi no psicoanalítica, bastante desarrollada ella. Salgado podrá dedicarse finalmente a la poesía o a los libros de viajes.

Análisis fulminante, dijimos. En efecto, el paciente quedará como alcanzado por un rayo (fulmen), patidifuso, perplejo y sin reacción. Perfecto, de eso se trata, de suspenderle el juicio de una buena vez. À la merde con sus opiniones, sus tribulaciones o sus hesitaciones, en suma, su neurosis o lo que sea que lo haga sufrir. Es mucho mejor este tratamiento radical indoloro que pasarse años recontando estupideces para no llegar a ningún lado. Convengamos en que únicamente en unas pocas y señaladas ocasiones es dable arribar a alguna conclusión más o menos consistente. Un paciente mío, por ejemplo, demoró más de diez años en concluir que su madre era loca y él más loco que ella, porque insistía insensatamente en que ella reconociese su locura. No me quedó claro, confieso, si dejó de insistir. Y eso que se trataba de un sujeto inteligente y cultivado, pero, ¿qué hacer con su insensatez? Haga lo que haga…, ya sabemos. No es preciso sino un examen superficial para darnos cuenta de que la inmensa mayoría de los análisis y terapias resultan fiascos indignos de personas preparadas. Como prueba de lo que digo, remito al improbable lector a nuestro artículo La pobre Marylin, en el cual comparo a Monroe con Garbo y muestro cómo, mientras una quedó enredada en los vericuetos de inútiles pseudoanálisis, la otra pudo mandar al diablo a unos cuantos y sobrellevar con entereza sus muchas dificultades.

Arrepentirse es, cuando menos, dudoso. El Viejo Garma (1904-93) decía cáusticamente que uno se arrepiente solamente para quedar limpio y volver a pecar. Es meritorio, sin embargo, arrepentirse de las malas acciones cometidas o por cometer, y, de tal modo, uno logra ser absuelto por el confesor o por su conciencia, los que la tengan. Pero nadie debe enviciarse con eso del arrepentimiento: ineluctablemente, llegará el día en que el confesor exigirá, además, que uno se enmiende. La célebre emendatio de los latinos. Uno tiene que cambiar de una vez por todas y punto. Ahí los quiero ver. No hay voluntarismo que valga: cambiar es verdaderamente difícil y qué es lo que hace que uno modifique algo de su persona no es una contingencia que podamos prever o programar, sino que, si tenemos suerte, cómo fue que cambiamos nos quedará claro a posteriori. Las buenas intenciones nunca bastan, eso es evidente. Podemos imaginar a un sofista taimado y socarrón preguntando al filósofo: “Sócrates, ¿me arrepiento o no me arrepiento?”. Ahí lo quiero ver a Sócrates. El Viejo Garma seguramente contestaría: “Por mucho que te arrepientas, volverás a pecar”. Y así llegamos a otro tópico central de la ética: la fatalidad del pecado o del error, si se quiere.

Un paciente bastante culposo y procrastinador cuenta que, viendo una serie en Netflix sobre la vida del cantante Luis Miguel -que el divino Freud nos perdone-, registró una frase que le repetía su manager, como un latiguillo, en los momentos difíciles: “Nadie se arrepiente de haber sido valiente”. Hace pendant con la de Sócrates, pero insta a la acción. La cobardía y la inacción son dos lacras que suelen ir juntas y complicarle la vida a casi todo el mundo y el saber popular así lo entiende. No obstante ello, reparemos en la famosa frase de Scott Fitzgerald (1896-1940): “Muéstrame un héroe y te escribiré una tragedia”. Hay que tener, por tanto, un poco de cuidado con eso de la valentía, porque tragedias ya tenemos unas cuantas.

Otro caso más: días atrás, un ex paciente me consulta de urgencia en mi calidad de experto en la vida y esas cosas y quiere conocer mi opinión acerca de un tema que lo desvela: no sabe si liarse o no con una mujer casada que ha contactado recientemente. Es una asignatura pendiente de cuando era jovencísimo, momento en el que no se atrevió a dar el primer paso. La mujer le sigue gustando bastante y, después de todo, un cuerno no es la muerte de nadie, pero está al tanto de que enredarse con una mujer casada es comprar un problema, como suele decirse. Hay, pues, una biblioteca a favor y otra en contra en este dilema acuciante. Después de meditar el asunto un rato, me expedí salomónicamente y dije: “Hagas lo que hagas, no te arrepentirás”. Y lo despaché con mis mejores bendiciones.

Para cerrar, recordaremos otra versión del mismo episodio de Sócrates y su joven interlocutor. Una de las dos está en Diógenes Laercio, estoy seguro, pero no puedo precisar cuál, no lo retuve. En esta segunda versión y ante la misma pregunta, Sócrates cambia su estrategia y responde: “Cásate. Si te toca una buena mujer, serás feliz y, si no, serás filósofo”. Pareciera, entonces, que hay, después de todo, una compensación valiosa a la infelicidad. El hecho de que un matrimonio mal avenido -como el de Sócrates con Jantipa e molti altri ancora– conduzca en derechura a la filosofía es cosa que puede apreciarse en cualquier reunión de exalumnos, aunque seguramente ha de haber otros muchos caminos que conduzcan a la filosofía. Todos ellos sufridos.

Apéndice

Hay gente recalcitrante; siempre la hubo. Se me ocurrió una segunda maniobra pensada especialmente para esa clase de personas y el objetivo es sacarles definitivamente las ganas de seguir consultando. Todo igual que la secuencia anterior y, cuando el analista abre la puerta, mira de arriba abajo al tipo y remata: “¿Qué querés con esa cara de nabo?”, así, tuteándolo ahora. Cierra la puerta y, nuevamente, eso es todo. Claro que esto sólo se le puede decir a un varón, puesto que, dicho a una mujer -o a una drag queen– sonaría ofensivo. Se supone -vaya uno a saber por qué- que los varones soportamos mejor las descalificaciones y las chanzas. Lo que tampoco sé es cómo podría ser traducible a otras lenguas. Quizá este alto análisis deba emplearse exclusivamente con argentinos. What do you expect with such a stupid face? no suena del todo mal, pero está lejos de la gracia y contundencia que tiene en castellano argentino.

Con las mujeres recalcitrantes -o con una drag queen, insistimos iría en otra dirección. Me limitaría a repetir un sabio y útil consejo que mi madre daba a mis hermanas, curiosamente en inglés: “Never brown after six[1]. Puede agregarse un “darling”. And then, you may close the door.

Recordando ahora a mi padre, nos despedimos con un bonus algo vetusto, extraído de los consejos del Viejo Vizcacha, que tan a menudo citaba y que pueden leerse en Vuelta 2391 y siguientes:

Si buscás vivir tranquilo

dedicate a solteriar;

mas si te querés casar

con esta alvertencia sea:

que es muy difícil guardar

prendas que otros codicean.

Y concluye:

Es un vicho la muger

que aquí yo no lo destapo:

siempre quiere al hombre guapo,

mas fíjate en tu eleción;

porque tiene el corazón

como barriga de sapo.

Están avisados. De repente, se enciende un audio y se escucha la voz  melodiosa y aniñada de Azucena Maizani, la Ñata Gaucha, cantando la ranchera Remigio, con letra propia y música de J. B. Reyes, grabado allá en 1930. Y eso no es todo: inmediatamente, como una respuesta, fuerzas opositoras propalan un corrido[2] famoso en los ’40, La viudita de la esquina, cantado por Armando Moreno con la orquesta de Enrique Rodríguez, con letra de José P. Fernández y música de Luis Fernández, grabado el 17 de septiembre de 1942.


[1] En efecto, privadas de la luz solar, las prendas marrones se arratonan con la luz artificial.

[2] El corrido es un tipo de canción bien mexicana, éste parece más un paso doble a la española en versión criolla, con bandoneón y todo. Y si uno escucha los fox-trots de la orquesta de Rodríguez, cae en confusión. En fin, tampoco nos vamos a poner a discutir de lo que no sabemos gran cosa.

Autor: Juan José Ipar

Podrán leerme en el blog: "Veleidades de Verdad - Divagaciones teóricas de un psicoanalista."

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